No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta le pareció que él le había susurrado demasiado alto.
Bien pronto, ese se dio cuenta de que hacer todo lo que podía no era todo lo que ella necesitaba. Llevaban años juntos, pero como si no los hubiera habido. Tiempos atrás le quitó la soledad, los miedos, las dudas.
No obstante, uno y otra necesitaban procesar la realidad. Habían perdido buena parte de su casa, sus enseres, y casi que a su familia. Tenían que aprender a volver a tenerse.
De vez en cuando era bueno echar la vista atrás, y recordar dónde empezó todo. O que no pasase necesariamente nada, y que se necesitase estar solo, sola. No ser lo que el otro pudiera ver, ni lo que pudiera pensar, ni decir… no ser nada de eso. Quizás, con el paso de los días y los trabajos volverían a picarse por todo, o reírse por nada… sus enfados, sus abrazos.
Al final, era mejor no reclamar nada, alejarse y sujetarse con los ojos, escribir con otras manos el dolor de uno mismo. Pertenecer.
Castigo de Dios y de los hombres en la Tierra
En Villaciruela estaba prohibido leer, escribir. Las señoras habían de serlo siempre, admirables en cualquier circunstancia. Afortunadamente siempre existía otro día. Y otros sueños. Y otras risas. Y otras personas, y cosas. La población negra no fue creada para ser explotada por la blanca; ni las mujeres por los hombres. Se maldecía hasta el viento. La rendición espiritual era eso: mantener lo que ya existía en la mente de todos. Un vacío que no era silencioso si no se quería, porque escribían sus diarios íntimos: todos. Incluso los párrocos, gentes que debían confesar y confesarse. Era la tiranía de la perfección, o eso creían, en un aparte de la península de las casas vacías con silencios de guerra y obligaciones impuestas.
Pero para aprender a vivir, todos tenían que aprender a amar.
Uno busca su tiempo de paz, de silencio. ¿Qué escribir?, que las palabras que introduce le hagan no ser prisionero de la sociedad, y poder evadirse. Solo que al escribir uno es vigilante y prisionero, y también ladrón de libros. Sentir el frío en la cara o recorrer el miedo se puede hacer con las palabras y sus malabares, logrando sentimientos y vivencias jamás imaginadas sin ni llegar a ser un juguete roto.
A esa otra realidad verdadera y profunda se evadió el autor con la novela Castigo de Dios y de los hombres en la tierra representando una muestra recelosa de un proyecto mayor en una ciudad imaginaria, que no lo era tanto. El autor tomó ideas de su lugar de residencia; de algunas personas; leyó y maquinó. Hubo de dotar de una estética y de unos contenidos a Villaciruela (ese territorio de sentimientos encontrados), y como escritor ser el rey tras el cristal oscuro.
Se ubicó en el futuro, pero con tintes de un pasado no tan desconocido. Muy posible, demasiado. Con creyentes y sin ellos, y sexo, tiempos amargos, familias rotas, párrocos por doquier y el Pueblo de Dios unido en la misión, como se instruía.
No era paz, era silencio.
Nada era blanco inmaculado. Ahora bien, hubo un tiempo en el que escribir fue de agradecer. Después hubo de terminarse la obra, cerrarla, y hasta prepararla para su edición. No obstante, quedó un poso de creencia, de verdad. No de mentira. Como escritor algo entendió de cuanto se documentó. Era la vida real, por futuros o pasados inciertos que hubiera habido.
Y aunque se habló más concretamente de una religión, estaban todas. Sin excepción. Pero la tranquilidad no duró demasiado. Fue ponerse a escribir y pensar de más, intentando definir una ética capaz de hacer justicia a lo indecible.
Más, no admirando a ningún malvado, como el aire que respiramos, necesitó otro pulso para desmadejar todas esas involuntarias evocaciones, estando ahí la sombra del fracaso, dejando atrás Villaciruela. Esa ciudad y sus muros inciertos que fue hacia el futuro por el pasado, con la mirada a la verdad y sus múltiples versiones.
“No nos amamos lo suficiente”, concluyó para sí el autor sabiendo de los diarios íntimos de unos y otros, que no eran sacos de basura y sí la verdad de sus días. Tanto como que poco después, leyó en un diario de provincias, por donde Villaciruela: Localizan a una niña de trece años embarazada y casada a la fuerza; ya había tenido un aborto, por malformaciones graves. Fue ofrecida y comprada por medio de las redes sociales.
Evidentemente, no era la escritura de los dioses.
Por muy diferentes o parecidas que sean, y cosas hirientes que se digan, las religiones unen a las personas. No obstante, ¿es eso suficiente para poder permanecer juntos? A fin de cuentas, el destino lo crean las personas, con sus orgullos y cabezonerías e idiosincrasias. Tal vez, con que se pudiera llegar a perdonarse el daño y reducir el dolor a cenizas, habría más posibilidades.
A través de mi ventana, como autor, Castigo de Dios y de los hombres en la tierra es una obra de acción, amor e historia. Las personas parecen ser marionetas del clero y los poderes en los que se sustenta, todo en un futuro donde se vuelve a tiempos pasados, con la opresión del no poder leer, escribir, del dictamen del hombre blanco, de los ideales del dinero… y lo de siempre: amor, sexo, relaciones paternofiliales, amistad, deseos y necesidades varias.
Todos los protagonistas bajo la misma estrella, en una ciudad llamada Villaciruela, con su propia réplica de la que fue La Estatua de la Libertad, incluso más monumental. Una ratonera, y la sopa de esos países que iban quedando, ya fuera en Europa o por otros lares, porque las crisis medioambientales habían hecho de las suyas, así como los días y los trabajos.
Para mejorar la convivencia y, aparte de sentirse mejor, en tal ciudad había un proyecto mayor. El cual lo dirigía en primer término un obispo, el cual lactaba de su inmigrante desde hacía años, y eso que estaba bien crecido el párroco. Tenía las penas del joven y las ideas del adulto. Si bien, todo cuanto sucedía en Villaciruela venía a ser el diario de un campo de barro, amén del poder de las decisiones y de las defensas, porque las gentes habían de vivir, sin redención posible para algunas personas.
Los curas, tan pronto eran adolescentes como que estaban en la edad de la ira, no parando de confesar obligadamente a unos y a otros. Sacerdotes que se daban a bodas de sangre, con inmigrantes u otras, y que también escribían sus diarios íntimos, jugaban al póker, y que podían ser tan reales y transparentes como las demás personas, hasta ateos, mostrándose como tal en según qué ocasiones. Lo de que fueran feministas ya era otra cosa. Tal vez esa brusquedad hacía que les faltasen palabras; santos inocentes como agua para chocolate.
El empresario llevaba años en los que, tras cada viaje, cada visita a su pueblo, fichaba a alguna. Aunque fuera de Vigo. Era de los que podían ir sin dinero, sin reloj, sin llaves, pero de los que no sabía dormir sin que hubiera una mesita de noche en la alcoba. Se había labrado un puesto en la vida. En México.
Sin embargo, en España precisaba de todo eso y más; de su valor, de su astucia, de su resistencia. América siempre estaba en armas, había una lucha tenaz, directa, que le mantenía vivo, pagando por cada muerte un precio. España tenía otro quehacer, otra voluntad (matar no era una acción noble, ni siquiera cuando se hacía por Dios).
Muchos se fueron, pero otros tantos se quedaron en aquellos tiempos de la santa voluntad, del hambre o la huida de un servicio militar obligatorio en primera línea de batalla que no esquivaron. Gentes que, siendo medio olvidadas, unas generaciones tras otras se mataban lentamente, con cariño, tratándose de familia y revistiéndose de amor propio para decirse adiós. Personas, muchas, ninguneadas. Que ni tuvieron el derecho a cometer sus propios errores.
Sobre todo, los hombres, que bajo tensión se rompían, se lastimaban y hacían daño a otros hombres. La envidia los corroía, hartos del: “No importa lo que hagas, solo lo bien que lo hagas” de cuando embarcaban los elegidos, repudiados o no.
En el municipio de Avión y tierras vecinas se sentía esa curvatura del tiempo como en ningún otro lugar. Era iluminación y depravación. Un tenue transcurrir en el que intentaban mediar los capos, dolidos y advertidos. Por eso intentaban dar oportunidades a quienes se las pidieran, pero tenían que pedírselo, fueran familia o no.
Albertito Dacasa era quien mejor sabía gestionar esas tretas. Quizás porque era más mexicano que español, ya nacido en América, y de la cuarta generación de exiliados. Como el mayor de Luisito, de esos que habían ido a estudiar a universidades privadas en los Estados Unidos de América gracias al sudor y al esfuerzo de sus congéneres.
Hijos, que ya no aparecían en las estadísticas de la inmigración. Personas, incluso, con doble nacionalidad, residentes al tiempo en la otra Norteamérica. Los futuros nuevos gestores de esos emporios, y personas que no sentían el concello de Avión como algo propio, sino como una fiesta a la que rendir pleitesía mientras vivieran sus padres, abuelos y tíos.
Dos, tres días al año, poco más. Y de ahí, saltar a Londres, Francia, o cualquier lugar de la Europa del Este, cuando no aprovechar para hacerse un safari en África con el dinero de papá y mamá o el suyo propio, habiendo cumplido. Seres, como Albertito, que creían que si un hombre se arrepentía del daño que había hecho podría volver a la época más feliz de su vida, fuera cual fuera, y revivirla eternamente.
Hay un gran desconocimiento, difícilmente igualable. Nos centramos en conocer espacios naturales distintos y pasamos por alto esas otras cosas, que sin conformar el patrimonio natural tan extenso y rico, desde luego que obviamos de no conocer otras interpretaciones.
…un cuadro de sentimientos a quemarropa que ni en los exilios privados de libertad se pueden contener, u otras éticas. Sí, su sonrisa amable y etérea como si Dios viviera en ella son cosas que no se disuelven con las primeras trifulcas… A lo mejor es una mujer en busca de su palabra.
Inicio y final del capítulo El carácter primitivo, del libro de relatos Deseos Humanos.
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