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21
Oct

La baja nobleza: la paz era eso

Jugaban y no se reconocían.

Habían recorrido juntos los lugares más bellos del planeta, desde islas remotas hasta coloridas cordilleras. No menos de cincuenta y un destinos. Si bien, la madre naturaleza había hecho de las suyas.

No eran ni de lejos quiénes en el Salto Ángel (Venezuela) rebosaban de amor el uno por el otro, allá en las cataratas más altas del mundo. O los que en la Antártida disfrutaron de los glaciares azules y el surrealismo de su volcánico idilio, asombrosamente cambiado, áspero a veces, pleno de verdad y de locura, síntomas de la misma enfermedad: su razón.

Hacia los espacios estrechos y ondulados de las formaciones rocosas del Cañón del Antílope, en Arizona, algo más que la luz del sol y su incertidumbre se le filtró y conjuró a ella y su cabeza; recuerdos felices que parecieron estriarse. Más en el brillo etéreo del placentero Arashiyama Bamboo Grove, a las afueras de Kioto (Japón) él percibió el crujir de las maderas y las evanescentes hojas tanto como ese desierto tan suyo, que semanas después le brotó irremediablemente en la dificultad del vivir, visitando el chileno Atacama, pueblos pequeños y cerros grandes, sin ni tratar de darle orden a palabras grandes de forma sencilla. También se olvidó de sí… y de ella, conectando y desconectando, tal que, malherido en su propia ceguera y su propio olvido, ni permaneciéndole la voz.  

La erosión de la vida les había dejado en medio de ese verdor terrible del parecer sano a expensas de los lechos de ideas secas y trechos blanquinegros, cuando ni por casualidad parecían del todo paupérrimos, pero sí… porque tenían ya esa mirada plural: la sal de todos los olvidos.

El caso es que podían recordar hileras de hortensias azules y cascadas dispersas o sonatas de violines, como en las portuguesas Azores, y no así reconocerse, ni en la propia abundancia del mirarse al espejo. Habían entregado buena parte de su alma al sinsentido, ni pudiendo relacionarse a base de deslavazados fragmentos si acaso. Todo les era nuevo, todo les era viejo; usable, vendible, fundible, comible, potable. ¿Cuándo dejaron de entender el mundo?, ¿alguna vez comprendieron la realidad?

Uno tras otro, cada día, sin inmutarse y disfrutando de las bondades de la vida, se les fue haciendo más prístino que el anterior. La vida era así. La protuberancia de su seno, aquel ariete, dejó paso a los titubeos, recelos, y esa sensación como de casa antigua y las maneras diversas. Ella. Toda ella. Y él. Parado en el dintel, pisando la madera noble y tocando con inquietud el papel pintado al calor de su hogar que ni reconocía.

La rehabilitación consistía en aprender a vivir con ello. Aprender que el agua, azul y oportuna, una vez cerrado el grifo ya no era agua, ni azul ni cristalina, ni nada. Los gestos podían llegar a ser de granito, lentos o negros, entre tanta incredulidad; o adorables en esos nimios e imprevisibles ratos en donde los recuerdos podían más que los clichés y las medicinas… sonriendo, sin reír, llorándose, como si nada, como si todo.

Quizás fuera mejor no llevarles la contraria, ni como para dar una explicación racional a sus pérdidas o el odio, su odio, podría ser más enfermizo y corrosivo. Había que dejarlo ser un jardinero nocturno, y a ella una fiera en su piedra de la locura. Seguían siendo ellos, a su modo, querían atrapar el sol con una mano. Esta vez más humildes, más escépticos, y más despiertos… casi sin saberlo.

Su casa se la tallaron toda ella de notas visibles y recordatorios, muchas, infinidad de veces, flotando desde el mismísimo amanecer, que era cuando la controversia de todas esas imperfecciones y vivencias podían sorprenderles en toda su dimensión humana.

Tantísimos kilómetros y acres vistos, millones, y relucientes lagos e inhóspitas montañas como para acabar sin nombre y mayor oficio que tirarle la pelota a alguien y no saber si fue o seguía siendo tu propia esposa, o tu hija, y ni ser capaz de distinguirlas de un pingüino o de una ballena jorobada. Porque la vida, la propia vida, lejos de la sutileza y de la ambigüedad era toda una confesión en bruto… Claro que los que tenían memoria tampoco es que fuesen mucho mejores, unos, porque olvidar, olvidaban pronto; y otros, porque no sabían quiénes eran o querían ser.

¡Maldita nobleza y sentido dolor! ¡Cuántos infinitos! Personas y lugares… olores de comidas, otras y otros. La paz de la vida siempre fue eso… y la injusta violencia.

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