Algunos tenían miedo a la palabra, otros se escondían en sus melodías caminando sin ni haberse despertado. La lluvia no caía, pero se decía. Palestina, Israel y otras zonas también importantes rebuscaban por entre sus justicias, unas para cuando había procedimientos judiciales y otras para cuando no. Ingeniería social, planes, tiendas, transportes, servicios y zonas verdes. Sin embargo, el coraje y la melancolía eran dos fuerzas contrarias que movían la condición humana.
Bajo un amplio consenso o el propio sentido común de los días y los trabajos se encendían las luces navideñas, siéndolo y no siendo. La tierra a la que ninguna civilización renunció. Demasiados errores en una misma semana y democracias, pero había luces de colores, gloria y maldición bajo las que caminar de la mano aumentando la belleza a cada luna hasta llegar a esos días. Cada cual usando el talento que le habían dado los dioses.
La paz era para las mujeres, y para los débiles. Seres que sabían manejar en favor el olor y los sonidos. Por el contrario, la justicia avalaba que se prohibieran símbolos religiosos en los lugares de trabajo. Las iglesias como tal, muy iluminadas también. Espacios donde estar, meditar y darse la paz; con imaginería y sin ella. Hasta pareciendo lugares calientes, siendo la religión, el dinero y otras cosas todo ello.
A todo esto, dormir abrazado a la persona que se amaba podría dar lugar a la sensación más bonita del mundo. Que también se ponían a prueba los cocinillas, que ya iban presumiendo de sus testimonios. Eran las Españas al descubierto de voces muy distintas, aún recordando aquel ayer.
El día que llovió hacia arriba
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