Escapar, largarse, fugarse, retirarse. Desertar, batirse en retirada, poner pies en polvorosa. Clancletear, evadirse, eclipsar, evitar. Huir para seguir estando.
Y no quedarse, permanecer ni presentarse. Huir. Huir.
Rehuir, esquivar, eludir, apartarse, poner tierra de por medio, dar esquinazo. Huir de esa jungla. No era de esos gatos que lloraban a pleno sol. Ni la bailarina de las doce.
Murieron los días de agosto y los septiembres azules. A ratos fue un ángel que enseñó a amar a un demonio, en otros un ratón poco valiente. La locomotora era el símbolo del silencio, el precio de la grandeza. Irse, huir. Fuego fatuo y realidad distinta.
“Perdóname por haber llegado tarde” dejó escrito al marcharse. Todo un inicio y final declarado. Y tulipanes negros. Su sol líquido, la historia del cuerpo de esa mujer. Porque de no serlo, seguirían los sorpresivos despertares. Los lagartos que no perdieron su cola también se los llevó. Todos. Ella y la puta manía de ese de hacerlo todo pedacitos. Lo único que poseía, junto a las curvas de su infancia.
Flan con dulce de leche le tendría preparada su madre. Flan, el de la impostura de toda una vida. Otra que comprendió vagamente la verdadera expresión de su ansia. Otra de amor propio y egoísmo moderno en su pequeño gran planeta… El vacío y la ventana, esa ventana al infinito, como la de su primer beso o la comunión callaban, hablaban, pero no se le atragantaban. Había crecido. Ya ni lágrimas de amor tenía en el universo de sus ojos.
Más allá del dinero, la vida después de la muerte la tenía más que estudiada. Recuperaría su estabilidad perdida. Emocionalmente, ese dios humano y último culpable, aceptaba el error: el juego más solitario.
Los ganadores eran simplemente aquellos que estaban dispuestos a hacer cosas que no harían los perdedores.
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