Mientras las gentes del lugar afrontaban sus problemas, otras tomaban conciencia del dolor con una honestidad entrañable. Uno de cada cinco comercios había desparecido para siempre. Los vecinos se iban, los más humildes; los comercios se iban, los más humildes; pero la fidelidad conyugal seguía siendo una maldita bendición para muchos.
Ella era una maestra retirada que vivía bien, aunque a veces pensaba en abandonar ese pequeño lugar, repitiendo el patrón. En otras, era abnegadamente ciega. Valía por lo que era capaz de hacer con lo que sabía. Ni deseaba ser alguien conocida, ni aspiraba a ser alguien que mereciera la pena conocer.
La iglesia le había dado una llave, y Susan podía seguir yendo a tocar el piano siempre que quería. Al cura lo que más le asustaba era el momento de aquellas primeras notas.
Un abrazo podía calmar muchas tempestades. Apretaba fuerte y no lo dejaba pasar. Su marido no tenía que irse a ningún sitio para pensar eso. La mayoría de las madres no disparaba a los novios de sus hijas en la entrada de su casa. Él sí, con su mujer.
Su hijo sufriendo distante esas noches en las que el vodka no hacía lo que llevaba tantos años haciendo, mirando a través del humo del cigarro, gritando a su padre que se diera prisa cuando pagaban por abrazarse a su mismísima madre al pie de la barra que regentaba, en donde muchas personas tenían canciones favoritas y Susan las tocaba a veces, pero no siempre.
La vieja Europa, la nueva América. Daba igual. Una madre era una madre, habiendo deudas que pagar.
No hacía tanto que se había marchado Don Lázaro, notario por las mañanas y aprendiz de sacristán por las tardes noches cuando no le faltaba el aliento o había otros menesteres tal que ver a su sobrina, quien dormía regularmente con él, por decirlo de algún modo, en el arcoíris de sus deseos insaciables. Llevaba carteras de trabajo y asuntos sociales. Era de los pocos de la zona que sostenía que no se podía gobernar un país como una empresa, menos aún, la base militar en la que estaban. Manuela era así, de las de probar a vivir en su baja nobleza. Vivir era un detalle que a menudo olvidaban otras personas, no ella y su silla de ruedas. Los años que estuvo viviendo fuera de esa villa de los corrales, tal y como ella misma la conocía desde bien chica, no fueron mejores que los que le quedaban por vivir. Y ni el uno ni la otra tenían un discurso revanchista, simplemente, vivían.
Comienzo de la novela El sexo de las embarazadas (en curso)
Una historia radicada en la base naval estadounidense de Rota
PEBELTOR (Unión de dos mundos)
En esa casa se podía tener un bebé en cada cuarto, y eso que los hombres como él llamaban a la palabra, más, en el fluir del tiempo y, como si fuera un ejercicio de futilidad, se acababan encontrando. No había telas de araña. A una caricia de distancia, ese farmacéutico sin licencia tocaba y tocaba. Era un orden del lenguaje totalmente desconocido. Hacían lo que sabían hacer, dejando todo lo demás en algo sencillo y feo.
En los días en los que el aire pasaba de largo, y en los restantes también.
Ella sentía la estrechez y el peso de su cuerpo con tenacidad, paciencia y desvelo salvo cuando la risa mataba al miedo y sin miedo no podía haber fe, porque se querían el cura y su prima. La catequista siempre necesitó un lugar donde perderse, donde imaginar, donde jugar, ser y estar. Las feas también podían pasar droga y disfrutar. No todo era ser menos y darse a la sacristía, acarrear cubos de pis caliente, o pasar el cestillo.
Cambiar de residencia cada tres años les mantenía impetuosos. Y que la prisa no fuera pecado, también ayudaba. Además, en cada diócesis siempre había un órgano que tocar, engañar y codiciar: un hotel de esos, de economía de guerra, con todos los genes humanos.
Y cuando la tierra se acababa y los turbulentos albores, la rama aún verde de la infancia les protegía. Dar clase de Teología Aplicada a los nuevos seminaristas sí que era un ascensor al cielo. Los había con orgullo, estúpidos, creídos, evangelistas, salidos, cultos e incultos. Les trataban como a ídolos, sobre todo los que eran víctima del uso inadecuado de los medios virtuales, esos que jamás habían tocado o visto de cerca a una mujer desnuda. Una de las torturas más terribles jamás concebidas, que ese cura y alquimista sabía manejar: “siempre hay tiempo para querer, para buscar y para olvidar todo lo que se pudo ser”. Un tío con instinto animal que al igual que la monja, era bueno en la vergüenza y en la culpa, pero que no quería ir al infierno, y donde un día bueno le era un día que no era malo, reinando los tiempos, que no los reyes ni los dioses.
Sí, el cielo estaba en la tierra.
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