Al fin su hijo era un sacerdote y ella era una cristiana. Él sí que no merecía besar el polvo que pisaba aquella señora. Doña Ana, no obstante, prefirió darse un baño.
Al día siguiente, cuando fuesen a hacerle la alcoba, estaría la cama levantada, tiesa, fresca, sin un pliegue. Las butacas en su sitio, así como el orden de los libros.
Ese fingimiento era en ella segunda naturaleza. Su hijo era como todos, como todos los hombres, siempre fuera. Y ella de limpieza exquisita, de sobriedad y de la severidad misma.
El parentesco era cosa del parentesco, y ya iban tres. Otros dos y su padre. Uno que no servía para ver morir a una persona querida, que pecó de hablador cuando fue hombre de excelente sentido y no escasa perspicacia.
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