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15
Nov

Castigo de Dios y de los hombres en la tierra

Por muy diferentes o parecidas que sean, y cosas hirientes que se digan, las religiones unen a las personas. No obstante, ¿es eso suficiente para poder permanecer juntos? A fin de cuentas, el destino lo crean las personas, con sus orgullos y cabezonerías e idiosincrasias. Tal vez, con que se pudiera llegar a perdonarse el daño y reducir el dolor a cenizas, habría más posibilidades.

A través de mi ventana, como autor, Castigo de Dios y de los hombres en la tierra es una obra de acción, amor e historia. Las personas parecen ser marionetas del clero y los poderes en los que se sustenta, todo en un futuro donde se vuelve a tiempos pasados, con la opresión del no poder leer, escribir, del dictamen del hombre blanco, de los ideales del dinero… y lo de siempre: amor, sexo, relaciones paternofiliales, amistad, deseos y necesidades varias.

Todos los protagonistas bajo la misma estrella, en una ciudad llamada Villaciruela, con su propia réplica de la que fue La Estatua de la Libertad, incluso más monumental. Una ratonera, y la sopa de esos países que iban quedando, ya fuera en Europa o por otros lares, porque las crisis medioambientales habían hecho de las suyas, así como los días y los trabajos.

Para mejorar la convivencia y, aparte de sentirse mejor, en tal ciudad había un proyecto mayor. El cual lo dirigía en primer término un obispo, el cual lactaba de su inmigrante desde hacía años, y eso que estaba bien crecido el párroco. Tenía las penas del joven y las ideas del adulto. Si bien, todo cuanto sucedía en Villaciruela venía a ser el diario de un campo de barro, amén del poder de las decisiones y de las defensas, porque las gentes habían de vivir, sin redención posible para algunas personas.

Los curas, tan pronto eran adolescentes como que estaban en la edad de la ira, no parando de confesar obligadamente a unos y a otros. Sacerdotes que se daban a bodas de sangre, con inmigrantes u otras, y que también escribían sus diarios íntimos, jugaban al póker, y que podían ser tan reales y transparentes como las demás personas, hasta ateos, mostrándose como tal en según qué ocasiones. Lo de que fueran feministas ya era otra cosa. Tal vez esa brusquedad hacía que les faltasen palabras; santos inocentes como agua para chocolate.

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