Zoe era de ponerse su chaleco de fotografía, tomar la boina de paracaidista y su uniforme meticulosamente planchado (con camuflaje de rayas hasta en los pliegues del cuello) y mandarlo todo a la mierda. Ni Zelda la perfecta ni la anterior quisieron nunca hacerle de madre adoptiva. Su cara se podría comparar poéticamente con la luna. Jamás quiso Zoe saber de ella más allá del ejército y su innegable realidad. A pesar de ello, Zoe siempre fue alguien experta en todas las modalidades de estudios americanos y ningunos, exactamente lo mismo que de su madre patria. Juan Montepinos sí supo ocupar en parte ese lugar, que tampoco le quedó otra. Unos mocasines, tres mudas de ropa interior y poco más fue lo que le entregaron de la niña. Una fotografía enmarcada de quien sería su madre no halló en esa maleta, de flexible cuero marrón, con el costado llevando grabadas a fuego sus iniciales. Foto que hasta debió inventarse Juan el Lobo, en su invisibilidad.
Zoe había crecido teniendo las caderas anchas y la policía militar a sus espaldas, de esos militares con verdadera vocación de culturistas. Irse a América tampoco le fue permitido. Cosa que quiso hacer con basta tristeza y pesadumbre. Por entonces Manuela le dijo:
-Acuérdate de venir a verme.
Una mujer de pelo igual de largo, pálido como la peor de las ceras por culpa de no atenderlo de mejor modo.
Juan Montepinos medió y adujo facultades embotadas, por cuando las ráfagas de balas trazadoras de color naranja subían en remolinos en el cielo. Juan ni las llamó bastardas ni idiotas, fue extremadamente educado, que no simpatizando. Llevaba arrastrándose por el barro toda la vida y sabía que esos días existían y se daban en las personas que eran personas y no solo en la carnaza o en los militares a sueldo mal pagados. Devoró con ansia, Zoe callada de más al no dejarle abrir la boca su padre como si así todo fuese a ir mejor. Las dos amigas parecieron muñecos con las comisuras del revés. A los militares que se las beneficiaron en tiempos les llegó el día pereciendo llenos de balas y de espinas por entre los cardos con los que les azotaron y batieron en sus cuerpos, tal que no hubieran sido lo bastante negros, lo bastante blancos ni lo bastante hombres como para estar con ellas, tirados entre los cactus para que se los comieran las hormigas y los zumbasen las moscas en sus oficios, muy lejos de las altas planicies trigueras del oeste de Kansas y la histeria lastimera de los coyotes.
España aún era un país; los EE.UU. siempre fueron un casino.
Manuela no quería pasarse la vida mirando una pared, o dependiendo de otras personas. El día que le estalló la mina reinventó el miedo y se quedó no solo sin la movilidad en sus piernas, sino que, sin vientre de mujer, aun consiguiendo vivir, pero sin olvidarse de sus demonios. Ese fue su callejón sin salida de una partida mal empezada. Su amor revólver, adoptando una forma de ver la vida muy propia de una malcriada, sabiendo que su mayor crimen fue nacer. La Manuela Goicoechea que de niña soñaba con una pista de patinaje, la misma que atraía personas heridas que necesitaban lo que ella era… Así era la naturaleza humana de Rota: desafortunados que tenían bastante suerte, y jugadores que igualaban o subían la apuesta.
Se tenía que morir mucha gente.
Y así se veía y quería seguir viéndose, sentada en el marco de la ventana, consigo, donde ni el cielo de los animales.
Su mejor recuerdo, toda vez que se había hecho mayor y la senectud de la ancianidad le permitía esa libertad del recordar lo vivido. Una rara paz, como cuando tomó el sol a deshora o fuera de estación en los setenta.
El sonido de ese clarinete lo seguía oyendo. En lo sustancial jamás dejó de tocar aquel hijo del vecino que no tenía pelo. Justo antes de cenar, la mayoría de los días. Minutos de libertad y virtuosismo dentro de la precariedad. Hubiera pagado una especie de tasa o de peaje tras los primeros días, que como todo hubo de pasarlos, no siendo un canto al sol.
Después, ni un inspector de trabajo hubiera puesto pegas. Acostumbrada a leer sentencias en el Tribunal Supremo y, pudiendo disfrutar de su buena pensión más la indemnización que supo hurgar al erario público tras asesinar a su esposo, en sí, todo se reducía para la magistrada a ese reino del ventanal, no siéndole la silla de ruedas una valla inexpugnable.
Retrotraerse a ese lugar le permitía observar los cuarenta y siete sofás uno tras otro en el recalcitrante palacio y su lujo de estilo neoclásico impostado. Es más, hasta podía llegar a pensar en jugar al hockey o bailar en una discoteca. Aquel clarinete solo lo cambiaría por los ratitos en el casino. El de su casa no le era suficiente. Ni la sala para fumar shisha, la zona de spa, masajes o el explícito salón de belleza.
Las uniformes notas corregían hasta las injusticias de tantísimos años que de alguna forma fueron los más favorables para su carrera, permitiéndole presidir la sala y lo que no era la sala. Una mujer, como todo clarinete, de ideales pacíficos e historia violenta. El día que se le fue la voz al chaval, viéndolo caer inestable y firme al pavimento, sus medios ojos hicieron el resto. Menos una sentencia que impuso a la titular de una perfumería por abusar de las canciones ñoñas francesas en su local, las restantes doctrinas impuestas no dejaban de ser un lastre o la simple y dulce introducción al caos, pues firmaba, siempre, con lo del “ni el cielo de los animales”, tras el habitual “hágase cumplir”. Una verdad mundialmente conocida, y en su vecindario.
Un hombre soltero y de gran fortuna fue el único individuo que la aguantó, el único que se negó a subir al estrado. Aquel padre, el del empujón.
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