Cada día se ponían una máscara. Ella lo llamaba maquillaje, ponerse guapa; él, haciendo de cómplice, no le arrebataba esa libertad y también se arreglaba. Hacia la noche ya tenían otras permanencias de pasión, anhelo y peligro.
Pero sí, pudiera entenderse que él solo cumplía con su deber y ella ansiaba escapar. Solo que los inocentes no salen corriendo y las esclavas paren esclavas.
Cuando salieron de la cárcel y entraron en la misma, ninguno supo qué elegir, separados. Y hasta el mismísimo día del juicio final dudó ese hombre condenado.
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