Tag: bailarina

5
Ene

De niña quería ser bailarina

Era buena siguiendo normas, y como los hombres, conocía sus limitaciones. Pero una fatalidad le impidió lograr aquello para lo que nació privilegiada. Su frescura, su belleza salvaje, la fragilidad y el misterio con el que bailaba quedó en un accidente y una lección bien aprendida.

Otras hubieran renunciado, pero ella no. Tampoco tenía palabras para la muerte. Y se disponía, tal y como ella se decía: “una vez se cierra el trato no se modifica”.

Le caían unas lágrimas más grandes, si acaso; no obstante, pensaba acabar aquello que empezase. Y como le enseñó su abuelo: para saber ganar, había que saber trabajar.

Nuevamente faltaba un solo día para los Reyes Magos, y muy suya cogió papel y bolígrafo (no cualesquiera), y se dispuso a la voz de su inteligencia puramente intuitiva, como la otra vez. Y ya iban muchísimas, pero como si fuera la primera (amedrentadora, casi).

Era todo un arte cuando se colocaba tan discretamente al borde de ese camino, llorona o no. Y completaba ese paso de los días y las horas, porque se veía, por más que el tiempo le pasase de forma cruel e inexorable, sin ni poder pararlo. Nada de fanfarrias ni amontonamiento. Sabía lo que escribía, tristezas aparte. La edad no le era sino un cúmulo de placeres y una brújula en el despeñadero, y heridas asignadas a su fortuna. El mar, un inconveniente superable, como ya demostró aquella vez. Después de cuando las zapatillas mágicas.

Peor le fue con la cárcel del amor, y supo salir de aquello también (la muy bella) por más que le mirasen su rostro con desprecio. Así y todo, su corazón no había albergado el plomo que acarreaban las mudanzas, pero ya tocaba. De leyendas mitológicas ya se había hartado, que casi se le vuelve la sangre agua. Y tras dos embarazos, y dos partos, no quería más uniformes de ida y vuelta que ni con fe se superaba del todo el pesaje de ese corazón, sabedora que ya nunca podría ser más joven.

Lo de cantar le eran mentiras piadosas. Muy parecido a lo de que la quisieran y el deber más que moral del tener que morirse antes que sus hijos; barbaries ingratas para las que no podía alegar inexperiencia. De por sí, seguía queriendo a los mismos que quería, estuvieran donde estuvieran, muy a pesar de que la ciencia de la vida no respetase nada.

El secreto de la longevidad como tal era jugar, y no se trataba de eso. Tenía que haber intención.  

Y como que calada con el rocío de tantas ganas, despuntando a la madrugada menos sonora, exhausta y expuesta, recordaba cada peca y las evitaba, más el crujido de las camas y las manecillas del reloj sonándole desde sus adentros, porque a veces acostarse con alguien era como estar sola. Pero se reforzaba en ese cautiverio y pedía, sutil, tal y como les prometió, hablándose en sus silencios con esas ataduras. Y el problema no es que dejase turrón de más una y otra vez cada año, además del bizcocho de manzana con pasas y chocolate negro sí o sí, y la jarrita de leche; o que se metiera en lo que no conocía ni comprendía, o que otrora época fuera corriendo de un lado a otro perdiendo la serenidad.  

En la casa oscura de su ausencia, fuera o no certeza, higiene de vida, sincronía y/o hacer lo que se pudiera, con el gato ronroneando plácidamente cambiándole la luz de la calle que entraba por los visillos de la ventana, en nada irreflexiva lo firmó, ensobrándola, que vivir en sociedad implicaba seguir el protocolo, yendo hacia una primavera silenciosa en la que casi no habría sonidos.

A partir de ahí, quienes tuvieron dolor y miedo fueron los tres Reyes Magos y el embozo de la sábana, arreglado milimétricamente, cuando tiempo atrás lo hacía con desatino y aquella familiaridad apropiada de sus canijos.

PEBELTOR

13
Dic

Zapatitos y el bastón roto

De pequeña quiso tener un restaurante, pero acabó trabajando en una zapatería. Y no era suya. Como cocinera también hubiera sido muy discreta, quería valer lo que valía, más aún en esos negocios de larga tradición que habían vivido el relevo generacional y estaban siempre de cara al escaparate, bajo los envoltorios.

En un lugar donde necesitaba el reclamo escuchaba de todo, como esas frases tan descomunales del “las mujeres solo son propiedad de los caballeros”, siempre, con el sigilo de un gato que rondaba a un pajarillo dormido.

Ni la sonrisa la delataba, lo más, que de cuando en cuando abría la ventana de la trastienda y respiraba, imaginándose el espacio exterior. Incluso, lo olía a barbacoa en el estío, la pequeñita astronauta. Claro que, eso era cosa de uno de los jubilados, el que extrañaba y le sonreía plácidamente.

Ese le regalaba los oídos llamándola Zapatitos. Y lo decía por todo el arco mediterráneo, porque unos días, pocos, se lo llevaba su familia. -De veraneo- decía él, insatisfecho -dos días-. También la noche de Navidad. No más.

-¿Pero quién te crees que eres?- lo oyó ella quejarse, no sin dificultad.

Más hubo de regirse el abuelillo por ese plazo que le imponía su hija, quien deseaba seguir en ese su piso, con quien había vivido por excelencia. No obstante, el día a día les superaba a todos.

Hacia la noche ya era otra cosa. Era su momento. No se sentaban a la mesa. De alguna forma ese le convidaba a moverse.

-Deja ya de preocuparte por el peso- le dijo el anciano una vez -confía, la tienes- subrayó contundente.

Como en una soleada mañana de marzo desdeñosa, la parca soledad les unía.  Eran amigos, el de la gorra y ella, quien le ponía música a su vida.

Todo empezó, porque un día el guardia civil no pudo dominarlo todo, y ella, patrullando por esa ventana no dudó en saltar encarecidamente y ayudarle. Se había tropezado con su mismo bastón. Ese hombre, que de joven se subió a muchos tejados mirilla en mano, no cesó en su empeño hasta que la jovencita aceptó verle luego, al cierre del negocio. Fue entonces cuando aprendieron a valorar lo realmente bueno, con la interrupción de esos dos minutos, cada tres días, en los que él debía atender a su hija por teléfono, distante más de mil kilómetros. La cual, sentía una envidia brutal de la ´niñita tendera´, como la calificaba, quien iluminaba dos hogares en uno y ninguno.

Si bien, la miseria calculada de esos días le hacía ver que distaba poco para separarse, y se le ensombrecían las piernas a Zapatitos, pero giraba y giraba, como podía, liándose y jugando a la confusión. Lo que pasaba, es que no cesaba de rondarle ese colmo de la realidad invisible al que pasaba las noches durmiendo en la misma habitación en la que vivía de no ser por su invitada:

-No me quedaré tranquila mientras sigas viviendo tan lejos. Te traeré cerca. Hay una residencia estupenda. Tienen arneses y líneas de vida.

 

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