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15
Dic

Cuentos para enmarcar la ira

¿No les ha ocurrido nunca, que eso que sueñan, es un reflejo y está sucediendo en realidad?, hasta con música. Y despiertas y es lo primero que ves. Haces como si nada, te avergüenzas, hasta sudas frío. Te tocas y te dices -¿en serio?- como si el futuro te fuera complejo.  

Poco a poco se va diluyendo ese soñar, ese no vivir, viviendo. Ese ir hacia un presente, donde lo que contarías ya es.

Descubres el día para no olvidar desde cada uno de tus rincones, saludas al callejón de todos los huertos. Miras hasta si dejaste la puerta abierta o no. Cuentas todo: ventanas, sillas, alfombra y todo. Intentas hasta comer, esa última carta al viento, y te sigues preguntando mientras degustas, reservado, que lo que ves es lo que es, lo que has soñado.

Aún, todo merece tu atención. Está a tu medida, estés donde estés, ya sea tu casa, un campito, el vagón del metro o el tren donde has dado una cabezadita de las locas, aquel banco del pueblo que te resultaba tan cercano, tu mejor apoyo… Y cuentas, sigues contando, con toda tu pasión, de la básica, en silencio.

Es una lucha para reforzarte. No sabes si te queda mucha vida o si es que ya has ido demasiado lejos. El beneficio varía. A ratos, de ese nadie sabe nada, te pones muy nervioso/a; en otros, cierras los ojos y haces turnos, viendo o no el entorno y tu soledad. Observas chicos malos, habiéndolos o no. Hasta intentas volar, abriendo tus ojos. Te desabrochas el botón del pantalón o los cordones de los zapatos. Todo aprieta, por solitario que te sientas. Hasta que, deduces: somos los más importantes de las cosas menos importantes.

Ya sí, la madurez es un signo en tu piel. Las mejillas se te han entumecido. Te palpas la mano por esa fuerza que te impulsa y te propinas un beso, singular, cortito. Sí, el que no se pone medallas es porque no quiere. Es salud. Moral. Lejos de las físicas teóricas tienes temple. Sonreímos tímidamente. Sí, sabes que hay alternativas a lo turbio. Eres consciente de que respiras lo que escribiste. Caíste en el nunca lo de siempre, con el riesgo latente.

La cara se te queda más real que nunca, es la de los tramposos. Sí, la suerte cumplió su papel, como en cualquier negocio. Y llamas a tu amigo/a, para decirle:

No necesitas analgésicos para salir de tus adicciones, leer es bueno; me ha vuelto a suceder– mientras ella o él limpia su nombre a golpe de millones.

No esperas que te lo agradezca, le eres un monstruo. El del rudo plomo de los cementos que cada cual lleva. Te ven peor que a una iguana. Arqueas los brazos, y, te miras, girando un poco la cabeza. “Tremebundo viaje”, rezas, o escuchas ese eco semejante, al tiempo que los enjaulados conspiran, naturalmente hostiles a la civilización, como los cocodrilos y sus ojos saltones, henchidos de una paz sofocada hasta nuevos repentes, estando sin estar.

Dame veneno que quiero morir– dicen. 

 

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