O amistad y desinterés que ambos habían convertido en la estructura visible de su relación. Algo tan raro como común, hipersensible y vanidoso. Una relación que tampoco declaraban mientras se entregaban a los arrebatos del amor físico con delicia y la infalibilidad del instinto pecaminoso, sin ataduras ni promesas. Frotamientos ásperos para sacarse los pensamientos. Tocando tierra con ansias cuando se daban el uno al otro, casi con desesperación y la retórica del silencio, no sintiendo celos y sí un orgullo raro pero muy grande. Una especie de tierra prometida que no querían contaminar con nada más, afanosos ella y él.
En otras, se escabullían lo suficiente por si llegara a hacerles falta. Más la evanescente decoración de la ciudad. Una especie de soporte vital, algo solícito a horas infames, no imprescindible para la vida diaria, muy a pesar de la lengua jugosa y aguda de alguna o el sollozar de gozo liberado y tensión rota, que en su urdimbre perseveraba desde el silencio y la quietud, obediencial.
Hasta tenían un acervo de vocabulario propio. Habían aprendido a ser escépticos el uno con el otro, así como a manejar la curiosidad, tan humana como incontrolable. Sufrían de amor carnal, y amor puro y casto. Eran un paréntesis suspendido en el tiempo.
A la hembra cuya vida nunca viviría la quería, y no solo en ese instante en el que la carne era más manifiesta que nunca. Podía llegarle a ser la más frenética y en última instancia desoladora con su clara voluntad de cincelarlo, y ese aire de familia que la ataba.
Él, suspicaz impenitente, llevaba consigo una determinación en sus ojos que no había visto antes ninguna otra, ni la del moño italiano con el característico toque contemporáneo de descuido y su sortilegio. O la que sacaba los brazos enflaquecidos de debajo de las sábanas con un vago sentimiento de religiosidad creando un paisaje de permanencia cultural, ella y su voz temblona, balbuciente y débil.
A ambos les dolían los ojos por la luz derramada de ese cuadro, en la semilla del mismo núcleo. Igual que un niño autista, doblemente perdidos. El cuadro del rojo amanecer y el mar de estrellas. Sus otros reflejos del miedo, pues todos deberían tener a alguien en sus vidas, muy a pesar del tener gustos simples y que la gente buena tuviera algo que no se compraba.
Más los pobres habían de ir adonde les llevara el hambre, les doliese la piel y no recordasen, por más que se hubieran conocido en un museo.
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