Con la esperanza de que se quedase, ella se inventaba cada viernes un pretexto para aplazar la partida; es más, se prometía no mirar la hora del reloj. Ella lo entretenía, como que mostrándole sus riquezas de mujer y dándose al buen vivir. Él se dejaba querer, sin darse cuenta de que la alentaba; y a su modo resultaba agradable entregado al amor.
En suma, cumplían y callaban a base de murmullos y gemidos, sumidos en ensoñaciones varias y esa parte del día de cada semana que los gobernaba haciendo como que nada antes hubiera pasado guardándose fidelidad y, por otra parte, deseando tener hijos.
De vuelta a casa era cuando cada cual miraba al cielo y echaba cuentas: llevaban, entre los dos, sin desaires ni muchas cavilaciones quince muertos; uno por cada semana.
A esos peces de colores no los mandé yo, pero resguardaban más que las venas, distintos pero semejantes.
Tenía el argumento de un judío húngaro en pleno holocausto. La cara abotargada, los ojos grises y la tez pálida con ese crucigrama de los pecados que condenan, siendo en una rara libertad.
-Vamos a casarnos y a tener hijos. Tres- me dijo con su voz fosca, aterciopelada y mágica. Importante.
El tañido de las campanas redoblando sus acertijos enloquecieron más su devenir, y mi duda:
-¿Es lo mejor?- me hice sentir.
-Nos queremos cuando nadie nos ve, ¿te parece poco?- adujo ella.
-¿Y me preguntas a mí?- solté sin serle despectivo, tocándola.
-Yo sueño contigo- me dijeron sus ojos negros.
Vigilé mi destierro, mudo.
-Pues eso. Cásate. Te quiero conmigo- insistió marimandona.
-¿Acaso no te basto así?- pregunté iluso.
-Miénteme y di que sí. Solo un poco- apuró apretándome la mano.
Su cuerpo en mí y esas campanas me dejaron como el hielo seco.
-¡Parece mentira!- insistió. -No iré tras de ti.
La miré. Me miró.
Lo que nunca sabré es si valoré más la comodidad o la verdad, suficiente, mía. Otro ejemplo más de la versión extrema de lo que se ve a diario y da derecho. Gestos, complicidades, confianzas extrañas; realidades y muros apostados, aires que se toman y palabras que se dicen por lo bajito al hombro en las tempestades, mirándose sin decirse nada y rondándose en mil alertas, desengaños incluso. Hechos y sonidos puros como las campanas que tercian, solteras, afinadas, parciales y armónicas, de las que avisan de los fuegos.
Al despertar me escocían los ojos. Ya no me pude detener en esa carita de princesa aria, ni pude ver más esas acuarelas de los peces coloreados. Como que me castigó el cielo, madrugando con el reloj-despertador con su nota. Y sí, nadie en su familia formaba parte de esos grupos, recuerdo que soñé; hasta podría llegar a saber cómo sabía su garganta y esa luz que nos encendía todo. Pero no sé si mi diccionario y sus caricias dieron cabida a que ella era neonazi. ¿Qué impulsos me condujeron a eso?, ¿a robarme el futuro? ¿a cambiar mi suerte?, ¿con la esperanza de qué?…
¿No sé si dejarlo todo al azar y echarme a dormir de nuevo en sus poros? Napoléon decía, que, si ponías a un perro al frente de una manada de leones, los mismos morirían creyendo ser perros.
¿Tan imprudente y canalla soy que quiero perderme tanto en otro amor, cualquiera?… ¿O es un consejo de vidas para que no me pase lo mismo?, ¿qué son los sueños?, ¿importan?
¿Vendrá otro amor? ¿tanto quema esa lluvia fría?… ¿dónde buscar sin faltar? Intentar la locura, quizás.
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