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1
Ago

Raíles hacia la mar

Quien menos se estremecía era el hombre de tantísimos años, que solía dirigir su mirada suplicante a la alta mar como capitán que fue, no como ellas, silenciadas y vacías con el reflejo oxidado de los raíles.

En apariencia habían tomado todas las medidas oportunas, no como aquel día de gesto perezoso para Olivia, acostumbrada a no oír el rumor del mar tan temprano, quizás, lo más, el plácido resoplar de su perro, con quien despertaba a veces a los pies de su cama. Todo un bóxer de pelo ocre convertido en el mejor almohadón y edredón, de hocico similar al de los lugareños.

De buena gana le hubiera dado unas palmaditas al can, torciéndole el mismo la cabeza como si no hubiera mejor cosa que hacer. Un perro al que le encantaba subir y bajar las escaleras, aunque ya apenas pudiera.

No obstante, por todas partes se extendía un ligero olor a hierro oxidado. Incluso Cecilia lo olía, que con su alergia apenas tenía a bien ese gusto del olfato. El perro, a su lado, era alguien de grandes dimensiones. Y eso que de cerca parecía más joven.

Esa parte de la costa no quedaba muy lejos de la carretera, solo que había de atravesarse un sonoro manto de árboles con los graznidos de todo ese prodigio de la naturaleza y la estricta interpretación de la ley de quien se creía más que un guardabosques. Hasta al propio perro se le aceleraba la respiración de pasar por allí. El imponente edificio que quedaba hacia el margen derecho era lo de menos. Para cuando se pasaba junto a la verja del mismo ya se les habían estropeado los peinados a ellas y a ellos, y doblado las orejas a Sénior, ilustrando a la perfección la llegada al ancho mar y esas vías que asentían otro tipo de contemplaciones.

Raramente orgullosas habían cogido el relevo, y tan extraño encanto. Cada uno de agosto, hubiera o no de apretar los dientes, alguien del pueblo desaparecía. O más bien se daba a una nueva vida. Nadie se libraba. Todos entraban al sorteo de la semana de antes, inclusive la alcaldesa y sus zapatos de charol. El cura, como si no lo conocieran, murmuraba como todo marido. Es más, los pensamientos sobre infidelidades salían a la palestra casi que torpemente. En la asamblea no había ensimismamientos algunos, sí miradas de tristeza, cervezas por doquier, biberones y algunas chucherías.

El inspector y comisario jefe de policía jamás pudo imaginar que, con su tripa lisa, y la total amabilidad para con sus vecinos, saliera; silbando su hermano la canción favorita de la noche. Marco, que era como se hacía llamar el peor elemento de ese pueblo gallego, tenía por costumbre pasarse la totalidad de la reunión con el jodido tintineo de la campanilla. Era el peor y mejor juez de paz, y el centro de la vida social de la comarca. Su mujer, la posadera, debido a su reúma y a que tenía buena mano con ella en la cama le consentía todo.

Cierto es que aquella noche última pareció más preocupado por dónde tirar la colilla que de montar sus numeritos y hasta cubrirse la cabeza con sendas bolsas de plástico simulando el ahogamiento. A pesar de todo no existía aversión entre los conciudadanos. A decir verdad, hasta la fecha todos estaban satisfechos, menos Olivia y su hermana. Bajo aquellos uniformes de auxiliares de geriatría prefirieron no decir nada. El caso es que por rápido que se metieron no pudieron ni encontrar al viejo ordenanza con el que tanto charloteaban los días de frío. Se metió tan rápido y con tan poco en la vagoneta y empujaron con tanto ímpetu que dejó de habitar el pueblo y de sacar los cubos de basura de la residencia a su hora, retorciéndose el bigote mientras los de la limpieza asentían como tenderos fumándose un pitillo cada cual en el balcón de la planta. Alguien, que simplemente considerado estúpido, se ofreció a ayudar a las hermanas en su primer año.

Cada familia ostentaba el cargo de tener que echar a la mar al elegido por dos años seguidos, y ellas, que perdieron a su padre a temprana edad, no quisieron defraudar a su madre, que ya perdió a un hijo. El único varón, que hubo de huir bien lejos por negarse a seguir con la tradición y ofrenda, costándole un muñón a la panadera, que acabó en poco más que monja atropellada. Aquella valiosísima mujer que con desgana pisó el obrador día sí día también intentando ser alguien sin conseguirlo solo saludaba con familiaridad al alcalde, un hermano suyo, y por ser alcalde y edil, que no familia. Al mismo le pidió que le arrancasen un ojo de los dos grises que tenía con tal de evitar que sus hijas pudieran correr esa u otras suertes. Sin embargo, en la localidad de Aherrero no había cabida a la palabra excepción. Tampoco daba la impresión de que estuvieran muy contentos con el interés suscitado por los vecinos de otros pueblos cercanos y esa horda de turistas, británicos, sobre todo. Les apartaban la vista y, a la peluquera, no la dejaban que les tomase cita. Hasta les sentaba mal que fotografiasen el hórreo más típico de cuantos se habían construido en la zona, o la casa marinera por antonomasia.

Daniel, que era el que finalmente tapaba a los fallecidos, era alguien precavido. Leía el parte meteorológico cuando remontaban la vagoneta las autoridades, así como que radiaba la hora al segundo. Tras esos quince minutos de inmersión obligada, estaba convencido de que el muerto, fuera el que fuera, no podía haber tenido mejor suerte. Practicaba una leve referencia y, como doctor, certificaba el exitus letalis. Una vez, los hermosos ojos violáceos de una casi le juegan una mala pasada. Durante unos instantes no pudo pensar en mucho más. Su propia hija.

Prácticamente, todo en ese pueblo necesitaba una reforma.

 

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