“Esa niña necesita que su madre la vigile y esté más pendiente de ella“, pensó la primera vez que la vio. Con el tiempo supo que le importaba mucho más saber estar, vivir disfrutando de las pequeñas cosas, y la autenticidad de las personas en su vida cotidiana. Que tenía una vida bonita, extraña para la mayoría, y en el campo, que era lo que le gustaba.
Bien es cierto que tenía sus cosas la mujercita, algunas veces como una leona enjaulada.
Después supo que no, que el amor no distinguía ni miraba el bolsillo y que la felicidad se tenía o no se tenía, sin apenas poder hacer nada para ello.
“A la niña hay que educarla como hicieron con nosotros“, recordó haberlo escuchado. Fue cuando se parecía más a un potrillo que a una adolescente crecida, con una sola amiga, y con poco interés.
Ella tenía un alma libre, tan guapa como distinta, gustándole sentarse en el rellano de la escalera. Escapándose siempre que podía a ver cómo volaban o anidaban los bellos pájaros que por allí revoloteaban.
A los años a punto estuvo de ser madre soltera, resignación dolorosa a la que venció, entre la preocupación y el orgullo. Serena, sin necesidad de estar rodeada de mucha gente, encontrándose bien entre su familia y la naturaleza.
Su único nieto, un niño que nació para ser feliz muy a pesar de todo, también hubo de tragarse la misma historia, casi que de promiscua y atolondrada. De la amiga de su abuela, que tuvo una nieta, cuya madre escuchó como si todo le fuera una auténtica pesadilla lo de esa niña necesita que su madre la vigile y esté más pendiente de ella; o que había que educarla como hicieron con nosotros. Una realidad terrible que había que asumirla, generación tras generación. Algo contante y sonante, heredada de infinitos antepasados y con el sudor de muchas frentes.
Es lo que tenía respirar los aromas que inspiraron el amor de sus padres.
Castigo de Dios y de los hombres en la tierra,
como tantos otros.
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