Como si los dioses hubieran bajado la vista encogiéndose de hombros, el silencio era casi una religión. Las ciudades lucían taimadas, todas ellas. Nadie cogía el teléfono, ni usaba los transportes públicos. Las calles lucían fugaces por el uso de algunos focos que las alargaban. Luces certificadas que daban vida a la noche, y que apaciguaban en parte el estrépito, salvo para los bravucones.
La mayoría ni podía echarse nada al estómago. Los filósofos ni reían ni lloraban, es más, eran discretos, caminando hacia arriba hacia abajo cada cual en sus casas. El alma de las cosas inanimadas era lo que venteaban las banderas, fueran cuales fueran, desde las sagradas instituciones pasando por hogares sueltos y conjuros varios.
El día de antes habían bombardeado a lo bestia. Pero no parecía resultar nada, comparado con los pronósticos y la aterradora simetría que iba tomando forma. El mundo ya no solo se caía a pedazos, el mundo iba a arder. Y lo que hacía era frío: algo parecido a estrecharle la mano a un cadáver, pero con un añadido importante. Treinta y nueve días después de haberse acabado el dinero, de tanto usarlo y guardarlo entre olas de euforia y fatalismos, lo único seguro es que nadie más aprendería a andar.
Por primera vez en la vida, algunos empezaron a tener un poco de miedo de sí mismos y quisieron volverse al pueblo. Un viaje final de regreso con muy poca antelación. La lechosa tez blanca de quien vivía en un país sin sol y empapado de lluvia, se reforzó con una de corona rizada de un matiz entre rojizo y rubio, cobriza, entregados al silencio que obligaba a la máxima exigencia y a la nada más absoluta: una luminosidad tan fuerte que casi les hacía invisibles en su propio pueblo.
Sin mencionar el magnífico comportamiento de un perro tras los tristes días del fallecimiento de la abuela, que continuaba queriéndola a pesar de todo. Ni reaccionario, ni retrógrado, ni pesimista, todo un maestro de la ironía, demasiado aficionado a mover su cola y a husmearlo todo, o bien a jugar con su pelota. Un acto de deslealtad tan repugnante para algunos que no tuvieron perdón. No obstante, por suerte algunos canes como ese contravenían las normas (y las obedecían) en ese socorro vital de tan poca fiesta, deambulando. A los niños les encantaban, el concurso de fotografía que organizaron algunos a espaldas de las autoridades les daba vidilla y los tranquilizaba, centelleando por entre las ventanas, restando importancia a los mensajes que los mayores debían atender en sus democracias y extremismos, acotando las conversaciones difíciles.
Pronunciaban sus nombres y se sentían huecos, y eso que las querían como entonces. Se le fueron de sus cabellos, tristes y sin bienes, más con un reposo claro.
Qué largo abrazo se darían en la azotea de sus penumbras.
Sus niñas estaban en la mar, con el aire sonrojado de orilla a orilla, y el cielo gallardo. Un amor que le dolía hasta al aire, galán, galancillo.
“Ni que vayas, ni que vengas”, se decían, huecos y con la llave del encierro, viéndolas en entredicho; calientes, nada más.
En las casas aún quemaban tomillo. El pueblo, más bien. Todos.
Bajo los inmensas justas de los árboles no querían decirles nada, si acaso, a los zapatitos de lunares, esos con los que las soñaban, morenitas sobre las aguas, secas y de azabache, tal como eran. Ya fuera en la mañana viva, en la tarde madura o en la noche caída, zapateando y jugando a la noria del amor, ese idilio y dolor mismo; delirio.
Más remaban los suspiros, y se tenían, en ese pueblo de florituras pasadas de moda.
Un lugar al que iban los que se quisieron de veras… pero ellos siempre, un poquito más, no habiendo gente buena, ni mala, ni fea, solo desafortunados. Ni pecados, ni virtudes, solo viudos. Aun así, el miedo mantenía el orden de las cosas. Y eso que eran personas con el calendario en contra, actuando como abuelas, no cansándose de recordarlas en voz alta para que no murieran dos veces.
Un pueblo en el que había un hueco para cada persona, y donde cuando tocaba reír, lo hacían como si nunca hubieran sufrido: y bien que bailaban, ellas, con los tacones verdes de lunares, morenas, todas, en ese afán morboso de enfrentarse al fin del mundo, secas pero mojadas, sobre las aguas y de azabache, todas, tal como eran, ni yendo ni viniendo.
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