El libro venía a ser un diálogo entre pueblos y culturas que no solían verse ni tratarse, para responder a la realidad de un mundo global desde una perspectiva que les permitiera mantener la singularidad y la independencia.
¿A quiénes? A Suellacabras y esos pueblos de extraordinarias y penosas vidas, donde apenas ya se podían comprar ultramarinos, revistas, caramelos, chicles y disfraces de indios y vaqueros.
Era mezclar la paja, el grano, el agua, su falta y el dinero y los momentos de tentación. El trabajo, los problemas de pareja, los guardiaciviles, las estaciones de autobuses y de tren, las experiencias y un pintor en algo americano. Pasar de beber cerveza a apurar el whisky con hielos a base de piedras de lujo teniendo de vecino al mismísimo diablo.
No se podía hacer chocolate con mierda, ni en esas Tierras Altas ni en otras. Lugares donde la vida tenía esos días, en donde los recuerdos les invadían.
La discreción era prácticamente la única norma que tenían. Pocas cosas eran tan humanas como ellos. El silencio les habitaba, estando en el lenguaje callándose. El lugar también era un espejo deformador de los propios vicios de la sociedad.
Con seres que formaban parte del imaginario colectivo, y de épocas no tan pasadas, como Eliseo, el preso y cabrero. Una voz cosmopolita que pertenecía a la familia humana, y se deleitaba al cruzar las necesarias fronteras; lo mismito que su hermano, con sentido de pertenencia y añoranza. Llenos de hondura y de conciencia, con una mirada más allá de su pueblo, defendiendo todo aquello en lo que creían: ni más ni menos que lo que eran. Y lo que era más difícil e infrecuente, saber vivir con la iglesia sin que las edades lo deformasen todo.
El humo de incendios lejanos y muertes dejaban un vacío insustituible. Para otros era el cielo, o lo que no tenía nombre. Un mundo lleno de violencia, desigualdades y decepciones. Macabros crímenes, exacerbadas pasiones, sombríos misterios. Imágenes situacionales donde confluían lo viejo y lo nuevo, lo alto y lo bajo, lo normal y lo anormal. Donde ver águilas, donde cultivar el amor, y donde la enfermedad les arrebataba los sueños.
Gentes resistentes de lo imposible y soñadoras de lo ingenuo, como tener otro frontón, habiendo uno y no usándolo nadie. Otro anillo de silencio más, como la pista de pádel y demás servicios municipales donde nadie había. Personas que medían las palabras y tendían la mano, cual barca que esperaba en la costa la subida de la marea un día tras otro, sin nadie.
Clarividentes infancias, y melancolías donde el ser no era una fábula, y nadie podría decir que no existían los de ese pueblo de mierda. Hombres constantes, fieles a sí mismos; y la luz del mundo donde la vida se doblegaba. Pues el ruido se hacía cada vez más intenso a las órdenes del viento.
Para otros era el cielo,
o lo que no tenía nombre.
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