Sucedió en un hotel, por la abundancia de sabios en el mundo seguramente, y esos triunfos agridulces de los días y los trabajos. Máxime, cuando en Ucrania guerreaban con armas obsoletas de Occidente, tratando de parar al imperio ruso, el menos ruso de todos los imperios, por cierto.
Un cordón policial rodeaba las inmediaciones del hotelito cuando de la impresión y los días calurosos sucedió todo. En esos días muchas personas llevaban la etiqueta de perezosas. Días de esos en los que las hojas de papel mecanografiadas podrían haberse escabullido por alguna ventana y echado a volar y nadie osaría a tratar de cogerlas, ni los de un par de sandalias viejas, camisetas sucias y máquinas de afeitar más que gastadas o sin usar.
A él no se le quedó una voz áspera y gutural nada más quedarse a gusto, paralizado por la impresión. A ella, que tardó lo suyo en asimilarlo, cuando apenas se enderezó le siguió un estrépito y un grito, para luego darse a mover la cabeza afirmativamente, como si necesitase creérselo, sonriendo de un modo extraño y tenso.
Ninguno tuvo ganas de que los otros chicos los miraran como a bichos extraños, ni de aguantar las incesantes bromas del que no paraba de comer chucherías. Lo dejaron estar pesadamente sobre ese taburete que el mismo se agenció tras vacilar unos instantes.
La reunión de alumnos y la herrumbrosa y abollada caja podían esperar. Y lo harían. Tocaba darse al olvido que más asustaba. Para el que no había vocablos. Tal vez por eso a ella le empezó a salir un moratón tenue en el lado izquierdo de la cara, que le disimularía el arañazo de esa misma mejilla.
Que a él le tironeasen de la camiseta ayudaba bien poco. O que el olor se volviese más intenso, casi que teñido de frío. Y que él fuera demasiado listo, demasiado sensible y que se distrajera con demasiada facilidad. El que de pronto pareció tan poco ilusionado por estar allí como todos los demás. Ese día llevaba una camiseta roja, para variar, quien gustaba de echar un trago de vez en cuando y de coleccionar cosas. Consolar a los demás tampoco es que fuera lo suyo.
Menos mal que el del féretro (cuyo único color era el azul de las venas) ya estaba bien muerto al entrar al hotel, que para ser su primer embarazo ya nunca más dormirían los que se habían saltado la hora de catequesis, o quizás solo ella, la que ni podía descruzar los dedos y coger el cuchillo de la mesita.
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