En una sociedad llena de tópicos, sin ni haberse leído las más de quince mil páginas escritas por el autor, cualquiera creería conocerle al verle arrastrando una maleta rosa. Un rosa fuerte, de esos de verdad, toda ella.
Siendo dos personas todo estaría claro; sería de ella, o de él, porque a alguno se le tildaría. Viajando solo, las habladurías se acentúan más si cabe. No saber qué ocurre exactamente nos puede. La condición humana siempre quiere algo más: fatalidad, amor, ¿quiénes son y qué sienten?, etc.
Recorrer los dos lados de cada camino con la escritura me permite ser el hombre de las marionetas y jugar con la posesión de las vidas. Crear personajes y tramas, como, por ejemplo, meter a tres generaciones en apenas sesenta metros cuadrados, ayuda a la inserción social. Encontrar todas esas herramientas e instrumentos del entorno te permite salvar distancias y, de haberlas, conocer las capacidades que hasta el más raro albergaría.
Pero ¿qué pocos se preguntarían si ese hombre de la maleta rosa es una persona sorda-ciega? ¡Cómo nos gusta el morbo! A todos.
Un buen escritor deja huellas, pero sin pisar a nadie. Eso intento, y aprender; viviendo, siendo. Sobre todo, ahora que estoy terminando mi última novela, titulada La importancia de verse, y, que ansío el inicio de una nueva, tras darme a unas vacaciones en algo merecidas y necesarias, en las que muy posiblemente daré que hablar con la maleta rosa.
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