Se mató aquella misma noche como si estuviera en el garaje de su casa. Gané la primera partida, y entonces él se puso furioso. En la mesa de atrás, un hombre calvo que venía de vestir bata blanca nos escuchaba. Los del comedor ni siquiera repararon en nosotros.
En esa ciudad nada era lo que parecía. Ni los edificios, ni los pasos de peatones, los perros, las farolas, las mujeres. Era un puto barco. Enorme. Donde se bebía agua de botella en los camarotes. Con hombres que iban en calcetines o con pijama. Hasta con mondadientes por entre sus labios.
Sin embargo, la noche en la que jugué al billar se hizo el silencio por unos instantes. Al cabo de dos domingos todos queríamos salir. Me sentí culpable.
Le acaricié su pelo corto, parecido al de un bebé; y la abracé con dulzura hasta que sus hombros se dejaron caer del todo. Como novio no podía soportar un montón de cosas. Nos dijimos adiós con las manos y nos separamos.
El perro también se manchó.
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