Separados parecían un puñado de chalados contando nubes. No les daba miedo a envejecer, es más, llegaron a estar contentos de hacerse mayores juntos. Si bien, se hartaron de oír pasos de alguien que no llegaba nunca, y de andar sin buscarse pero sabiendo que se encontrarían, de una manera u otra. Su mayor pecado: la indiferencia. Desear lo que no se podía tener casi les supera. Ella, por segundo verano consecutivo, le había dejado.
No hacía falta venganza ni gestos delatores, la gente mala ya se destruía sola y no era el caso. Se querían. Otra cuestión era saber encajar la madurez, la lealtad, la estabilidad y la paz que debían darse. Tanto ella como él llegaron a sentir cierto hastío, falta de horas o lo que fuera. Vivir en dos sitios siempre resultó muy complicado. Y la osadía de querer pensar por uno mismo.
Ahora bien, a veces la persona que nadie imaginaba capaz de nada fue la que hizo cosas que nadie imaginaba. No olvidaban que llegaron a estar tres años juntos. Uno y otro sabían quiénes eran, y en quién podían confiar. No obstante, fueron como niños con una pistola en las manos en ciertos días, disparándose con sus días y sus trabajos, porque ni al Estado ni a sus jefes les importaban.
Una historia de dependencia mutua, que no de maltrato. Personas, que no caricaturas. Que se querían, y que querían seguir queriéndose. Castigo y abismo, amor. Tiempo de amar, y tiempo de morir. La vida siempre les fue más vida cuando se encontraron, jóvenes a cualquier edad. Ni siquiera muertos podrían quitarles la sonrisa de la boca de aquellos días que consiguieron bailar con todas sus noches, bailar sintiéndose, amándose, sabiendo que había alguien en quien confiar, a quien querer, con quien poder estar, ayudarse y tenerse. Esa persona normal con quien poder ser directo, franco, tener afinidad y ¿por qué no?, sentir mariposas en el estómago.
Frente al olor a humanidad, ese siempre prefirió el perfume de esa mujer. Más, coherente y respetuoso no tuvo otra que aceptar la decisión de ella: la de irse, la de dejarle. Él quería estar a gusto, saber desconectar y relajarse; disfrutar de la vida, hacer cosas que solo no le salían, ya fuera por vergüenza, dejadez o pura soledad. No sería padre, ella ya lo había sido. No sería su único hombre, ella ya lo había intentado con otro.
El caso es que daban pena. En el trabajo se cruzaban de cuando en cuando. Trabajos distintos pero iguales. Disimular o encubrir los ayeres con la cortesía de un pírrico saludo al paso evitando mirarse no era ni educación ni valentía, simplemente ridiculez. Esos que se habían visto desnudos, que se habían dicho cada cual a su modo que se querían. Sobre todo ella, más expresiva. La que dejó de hablarle, porque ni se despidió cuando le dejó. Ni dio la cara; ni se llevó sus enseres, los pocos que le quedaban en esa casa donde tanto se vieron. Enseres que ese no sabía si tirar, devolvérselos u olvidarlos en el armario de la entrada. Zapatillas, cepillo de dientes, toallitas íntimas y una tarjeta a modo de dedicatoria, vanagloriándose ella por la suerte de haber iniciado esa relación con un café para dos. Un poco de todo, y la nada más absoluta. Costaba creer que cuatro cosas tuvieran tanto valor, tanta fuerza, y que a su vez fueran un monstruo, dado que estaban ahí y tenían su peso, su pena, y la capacidad para sincronizar más si cabe los sonidos y los recuerdos enfatizándolo todo por lagunas que intentaran tener.
Sí, ella quiso olvidarlo. Sacarse de la cabeza eso que estaba en su corazón. Él, respetarla en su decisión y que la misma fuera feliz, que no le faltase nada; ni a ella ni a su gente. En cualquier caso, el teclado del tiempo dictaba sus enraizamientos. Tiempo que consumir, y tiempo inapropiado que les dejaba y no les dejaba vivir. Todo un invisible ejército de inminentes silencios que digerir al cruzarse y pensarse.
Tales repeticiones construían un presente, quizás de un dios equivocado, un lenguaje, vida, sentimientos. Los días se perdían, se perdían a la luz y a las noches. Eran la pobreza que no se veía. La necesidad de despertarse juntos cada mañana. Y mucho miedo, toda una felicidad que asustaba… de la que parecían darse cuenta: esa casi que total pérdida de su existencia. Esos que por triviales, llegaron a molestarse por nada. Quizás por haberse hecho poco caso o por no haberse dicho todo en según qué días, momentos, de cansancio, de dudas, perdiéndose en lo pequeño, sin haberlo sabido resolver con un mero abrazo, beso, caricia o lo que fuera. En cambio, como si todo, como si nada, como si nadie, pareciera que esperaban hallar mil y una cometas en el cielo para volver a tenerse.
Cometas que difícilmente llegarían, tercos, rudos, dolidos, enrabietados, suficientes. Cada cual en su sitio y en la nada. Un espacio y lugar donde el ensordecedor silencio y la mala paz constante tenían mucha culpa dando por sentado muchas cosas, faltando romanticismo, bueno o malo, y darse nuevamente. Desear a cada instante, querer y no poder tenerse. Un diálogo incesante. Tener sentidos. Estar enfermo de los ojos. ¿Pero cómo? Porque ella ya se enamoró de él en su día, y fue ella quien le había dejado por cuarta o quinta vez. Momentos esos de la vida en los que pareciera que no estaba pasando nada, y que estaba pasando todo. Decisiones que ella tomó como si probase o midiese el amor, siéndoles la vida simultáneamente trágica y cómica, y al mismo tiempo absurda y profundamente significativa.
Lo de pasear por la orilla del mar, que la arena fuera oro, que el tiempo cambiase y que los cielos fueran puros era mucho más que soberbia por anchas playas e imposibles que se ciñeran al mar. La realidad eran los pasos lentos, la boca muda, los ojos fríos y resecos por no poder ni saber descansar y olvidar esos años juntos, hechos y dichos, separados. Perder la mirada, distraídamente, perder la mirada, la perdían, estoicos. Personas que podían soportar el dolor y las dificultades sin quejarse, otra cosa es que no les doliese la vida, que no se quisieran, por mucho que rieran dichosos en público y llorasen escondidos, disimulando la travesía y los pasajes. Personas que llevaban la tormenta en su alma. Esas que habían sufrido toda la vida. Esas que tenían cosas que contar, que dar. Personas que tenían una lluvia pendiente, cafés y la belleza de los libros, no habiendo nada más importante que la vida de una persona.
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