Curiosa manera de protestar en ese pueblo. Ciudad más bien. Todos sentados, en silencio, como si la vida les fuera un pupitre en el que esperar a que les dieran su oportunidad, aprendiendo lo que otros decían o hacían.
Y los zapatos, que no todo eran deportivas al uso, dominaban las colas. También en silencio, medio colocaditos unos tras otros.
No importaba cómo se llamaba el pueblo, ni cómo se llamasen las gentes, o sobre qué burocracia y tramitación se esperaba. Todos conformaban un tono menos firme, pero más tranquilo y sereno. Muy parecidos, y largos. Porque las colas podían llegar a ser extenuantes.
Decían los mentideros que todo empezó con un tal Catalino, a colación de tener que renovarse un documento, aunque otros hacían notar que fue por un billete de esos de las viajeras antiguas. El caso es que daba igual si fue en una dársena desde donde partir y llegar, o bien en una antesala, y si se llamaba Margarita o Pepito el de los palotes. Lo importante es que la gente llegado un día se solidarizó y no dio su brazo a torcer. Y tanto las diferentes administraciones públicas, como los servicios privados y comercios se vieron obligados a tener que modificar sus normas y pareceres.
Las personas, como tales, tenían que ser atendidas, no expedidas, repudiadas o numeradas con mayor o menor criterio y diligencia. Tenían derecho a ser escuchadas, a poder hacer sus trámites sin tener que saber tanto o más como los restantes, y a no tener que sobrellevar los problemas o dificultades de otros, fueran entes, sociedades o como se calificasen unos y otros. Y a no tener que depender de nadie. Derechos, y deberes. Porque empezaron por ahí, por estar en silencio, por respetarse los turnos, y por no discrepar de la norma (la entendiesen o no) y su instrumentación.
Fue en la Vieja Europa, como podía haber sido en Canadá, los Emiratos Árabes Unidos o en la China que ni Dios conocía. Un día de tantos, de entresemana más bien. A una hora menuda, donde se podía almorzar o seguir en ayunas si acaso.
El calzado se convirtió en su cabeza, su cuerpo, su ritmo, su tono. De uno, y otros tantos. Un lado humano. Sentados, que no de pie, la gente reía cuando podía y lloraba cuando lo necesitaba. Tímida y discretamente. Todo era mejor, más íntimo y a la par normal. Además, el culo ya no era el símbolo que definía la moral femenina. Ni el cabello. Los ojos, a todo, viviendo más callados de lo normal.
Hacer la cola venía a ser el relato de una tierra herida cuando menos. Fuese el país que fuese. Y de patriotismo nada. Esperar de pie no aportaba mayor honor, y tampoco es que fuera el último refugio de los canallas.
Cuarenta años llevaba Eulogio o como se llamase el primero de tantos con ese negocio, y se lo querían rifar las marcas. Pero eran tercos esos ciudadanos, que votaban como todos. O listos. Un modelo de negocio que empezó algo hosco y frío y que en según qué países era todo un carnaval, con disfraces, máscaras, y accesorios para el calzado de todo tipo. Un repertorio que lucía las mejores sonrisas, y que daba idea de las necesidades. Pero un negocio porque tenía un objetivo. Un fin en toda regla. Ser parte de algo sin dejar de ser parte de sí mismos.
Quien tenía no pretendía destacar. Quien necesitaba se conformaba con bien poco. Los niños jugueteaban si las madres les dejaban. Y Doña Carmen era la hostia. Una mujer que si amanecía se iba, pero que entre tanto no paraba de mostrar más y más calzados, icónicos, de experiencias y de película. Viajaba en esas colas. Se había convertido en una fashion victim de hacer colas. Unas tras otras las encadenaba. Su familia llevaba años sin apenas verla. Lo había convertido en otro negocio. Era toda una ganadora. Cribaba a los tacaños, y su metodología funcionaba ya de una manera bastante inhumana. Estaba en casi todas las colas habidas y por haber. Que si donde renovar el carné de identidad, el permiso de tráfico, los papeles del seguro sanitario, el cajero, la farmacia, el taxi. No era tarea fácil, pero estaba en todas partes. Y además hacía de jurado, que rentabilizaba su tiempo. Sabía lo de todas las revistas, concursos y programaciones. Votaba como nadie, breve o larga.
Quizás fue por eso que Don Eulogio vio peligrar su negocio. Que gustaba tanto que los Estados querían apropiárselo y tasarlo, porque las colas ya no cabían por los túneles y eran todo un baluarte. “Algo intrínseco fruto del desarrollo y el arraigo pertinente, vertebrando el medio rural” se dirían en los considerandos de los memorándums.
Pero Doña Carmen, que no tenía carrera alguna, no se iba a quedar quieta, más bien parada sin hacer nada. Los ayuntamientos la temían. O la dejaban estar o se cagaba en la puta madre de todo quisqui. Era pesada como ella sola, una cosa impresionante. Y de suerte nada, la mujer se curraba su trabajo. Esperar así, no era dar paseos bajo la luna. Las sillas de mierda no eran camas de bellas durmientes. Trastos de lo más incómodo adrede. Su prole, un ejército de mujeres tradicionales, tenían sus riesgos laborales por aquello de lo limitado de la espera y las generosas ofertas. Cuando esperaban la gente les hacía ofertas, no solo por el calzado que muestreaban, sino que también por ellas y sus servicios. Calcetines, medias, betunes para limpiar los calzados, tintes para los zapatos, cordones y de todo. Hasta flores para los muertos o los novios se comerciaba en las esperas. Economía de medios, en fin.
Lo malo es que las administraciones no reaccionaban. Pero eran tercos. O listos. La gente era terca de cojones. Gente que también eran administración y servicios, comercio y vida. Y no, la culpa no fue de quien empezó, sino de quien no supo pararlo, ni con razón o sin ella… y en eso estaban, en la Vieja Europa, como quien dice. Y eso que todas las personas tenían sus batallas consigo mismos. Y que había sinvergüenzas aprovechándose del sistema, como en todas partes.
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