Pronunciaban sus nombres y se sentían huecos, y eso que las querían como entonces. Se le fueron de sus cabellos, tristes y sin bienes, más con un reposo claro.
Qué largo abrazo se darían en la azotea de sus penumbras.
Sus niñas estaban en la mar, con el aire sonrojado de orilla a orilla, y el cielo gallardo. Un amor que le dolía hasta al aire, galán, galancillo.
“Ni que vayas, ni que vengas”, se decían, huecos y con la llave del encierro, viéndolas en entredicho; calientes, nada más.
En las casas aún quemaban tomillo. El pueblo, más bien. Todos.
Bajo los inmensas justas de los árboles no querían decirles nada, si acaso, a los zapatitos de lunares, esos con los que las soñaban, morenitas sobre las aguas, secas y de azabache, tal como eran. Ya fuera en la mañana viva, en la tarde madura o en la noche caída, zapateando y jugando a la noria del amor, ese idilio y dolor mismo; delirio.
Más remaban los suspiros, y se tenían, en ese pueblo de florituras pasadas de moda.
Un lugar al que iban los que se quisieron de veras… pero ellos siempre, un poquito más, no habiendo gente buena, ni mala, ni fea, solo desafortunados. Ni pecados, ni virtudes, solo viudos. Aun así, el miedo mantenía el orden de las cosas. Y eso que eran personas con el calendario en contra, actuando como abuelas, no cansándose de recordarlas en voz alta para que no murieran dos veces.
Un pueblo en el que había un hueco para cada persona, y donde cuando tocaba reír, lo hacían como si nunca hubieran sufrido: y bien que bailaban, ellas, con los tacones verdes de lunares, morenas, todas, en ese afán morboso de enfrentarse al fin del mundo, secas pero mojadas, sobre las aguas y de azabache, todas, tal como eran, ni yendo ni viniendo.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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