Uno no llega a saber nunca cuántas formas hay de estar desnudo. Ni a qué huelen los secretos. O lo bonito de amar a alguien. Con el día a día se van sucediendo cosas y más cosas, algunas triviales y otras no tanto, si bien, los sueños a veces son rebeldes y te dicen cosas, quieras o no.
Unas veces para ponerte en orden el día y otras, quizás al caer la luz, con balance y discernimiento, aportando palabras de amor para esas guerras inacabadas que antes o después nos toca gestionar.
Porque, cuando todo va bien, la gente aprende más bien poco; pero al final todos necesitamos que alguien nos escuche, aunque sea uno mismo, no siendo necesario recorrer grandes distancias.
Y etapas hay muchas. Quizás, demasiadas para una sola vida donde faltan los libros de montaje e instrucciones, y donde lo peor es que no suceda nada. Ahora bien, a la mayoría les suceden cosas, sí. Amistad, odio, voluntad, cariño, soledad, bienestar, libertad, educación, prestigio, autoridad, mezquindad, dependencia, credibilidad, codicia o valentía, entre otras muchas.
Sueños de esos, de aquellos, de los del fondo del olvido que uno necesita de cuando en cuando. Sobre todo, cuando ya se ha aprendido a no ponerles fechas, y a dejarlos tal y como fueron o serían, en el respeto y en la propia naturaleza humana. Sueños que son refugio, que son un muro, y que son vida. Sueños que superan los miedos, las ventiscas y los nubarrones. Sueños de los que sentimos en la piel, otros que vemos con los ojos, y otros tantos que no tienen nombre. Hasta de esos sueños de cuando se tiene un reloj estropeado y aun con esas se acierta la hora dos veces al día.
Un hombre debiera enorgullecerse de ellos, y de su trabajo, tanto como de sus amistades y personas o amores (el amor verdadero suele ser injusto). A quien deberle las mejores y quizás las peores horas, no debiendo romper ese vínculo salvo con la máxima seriedad para no caer en insignificancias ni ligerezas, respetando su melodía particular (que todos los sueños y vidas la tienen).
Sueños y rostros de ese amor no merecido, de las fotografías que jamás se borrarán en uno mismo, y de un modo de pensar y de vivir. También de soledad: de esa dulce ausencia de miradas, llegado el caso.
Comprender que uno nunca puede huir de los recuerdos, estando rodeado de ellos, también es mentirse, porque algo queda en el debe: quizás el todo, la verdad verdadera, el amor inmerecido, lo que uno no se atrevió a decir, y demás etcéteras. Ese viaje del monstruo fiero en donde la muerte le confiere al tiempo todo su valor, dolor y respeto; cual último beso, último sitio, que parte los corazones. Lugar y recuerdos adonde regresar por siempre jamás, aunque se nieguen con la cabeza del presente y se tenga el horizonte en una línea.
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