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Quizás el último grado de perversidad: maneras de estar vivo

Pareciera que sabía lo que quería, y lo quería lo suficiente; o, todo lo contrario.

Tiempo atrás habría sido aquel de prestas sábanas terrosas y el edredón escardado, más la humildad o la compleja realidad y soberbia lo dejó agrisado e igual, asomándole un pedazo de cielo, solo asomándole, nulo o malamente, para acabar empapándose del vaho grisáceo de las ventanas y los libros aventando el olvido en cualquier páramo tras quedársele atrás la edad de los coches y las muñecas.

De hecho, le salía un cansado soplido recordando cuando antaño su respirar no fue de acero, y sí convencional, compartiendo la vida desapacible, con ese aspecto tan suyo: muy propio del último grado de perversidad.

Y sí, en un tiempo pudiera haber sido de mentiras compasivas; pero ya no, aunque los demás hablaran sobre él en susurros o gestos como si se hubiera desatado un incendio o la noche se les acercase como un entierro nada más verlo y tenerlo cerca, hasta necesitando dosis de refuerzo, porque daba miedo, o repugnaba en según qué casos y personas.

Lo que pocos transeúntes sabían es que trabajaba de bombero, o de policía, quizás como enfermero de urgencias o cirujano cardiotorácico. Sí, ese, el de aspecto ultramoderno y todas esas concatenaciones de divanes y chaflanes, opinando, sobre el de la chaqueta negra, vaquero negro, camiseta negra y cresta teñida, todo muy fluido y muy desestructurado, conectando su locura con la del resto del mundo.

Otros, ante esa tristeza, porque así lo veían, solo estaban o entendían que no cabía decir nada. Lo más, miraban con desaprobación.

El derecho a disentir era eso: una suerte de canon de maneras de estar vivo.

Pero, ¿por qué había gente que se alarmaba por ello y no porque hubiera vacas lecheras con tratamiento de alteza real en un mundo pandémico y de hambrunas?, por ejemplo. O que, hubiera quienes se preocupaban porque ciertos tonos del alumbrado público estropeaban el cutis ante las instantáneas… Quizás, mejor pensar que ese robaba de vez en cuando en los almacenes, que era la censura que se notaba en las expresiones de muchos ojos. En fin, que los neoyorquinos nunca sabían quiénes eran sus vecinos; viendo las comadronas, pasado, solo pasado.  

 Y bueno, estaba Europa, la Vieja Europa: otra que renegaba mezquinamente, con o sin razón, más preocupada con unir Berlín y París por un tren de alta velocidad en poco más de una hora, por ejemplo, que, en hacer servir las leyes para la injusticia, como ya dijo Voltaire, encontrando una forma de conseguirlo.

Círculos de música sorda en el desorden de todos los sentidos en ese mundo tan repugnantemente moderno, con incendios de sexta generación y lo que no eran incendios.

No obstante, no todo eran falsos modestos; los había de excelentes modales y los que estaban totalmente libres de arrogancia, con unas pintas u otras… pero había tantos sitios del mundo, y personas: ¡pobrecitos míos! Ni emperadores ni ciudadanos. Terminaré siendo un jardinero, como aquel de la película esa (creo que era una de las de El Padrino), que regentaba una organización mafiosa mientras cuidaba de sus rosales, y era respetado por todos.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: comadronasEl PadrinoneoyorquinosVoltaire

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