Para una vez que salían juntos no tenía prisa por llegar a casa, o las suyas.
Alguien se los dejó olvidados, o lo mismo estaba en la cuneta con los ojos llenos de lágrimas sin poder tenerlo todo, no obstante, lejos de servirse un trago, visitar más hospitales, escuchar canciones lejanas o de consultar más condiciones por la ventana, tras las pertinentes observaciones de los responsables de seguridad, no se quejó de aburrimiento el jefecito. Bajó. Allá que fue, a por ellos: los patines.
Es más, causó obligada desbandada a sus escoltas entre miradas destelladas, para quedarse con lo justo procurando alejarse y decirles. -Tranquilos, no son la moto.
La princesita, que andaba a lo suyo, pensó que el pánico se debía a que habían descubierto otras de sus operaciones estéticas, champuses y demás cataduras morales que no gustaban. Porque todo le era pavor desde que ascendió al reino. Y se quedó achantada, o al menos lo intentó, cual número primo murmurando el azar de su vida, enervada.
Vendedores, compradores, curiosos y seguridad le hicieron un pasillo al jefecito, que se empeñó en patinar cual chiquito ya grande barbudo entrecano. Hasta la estupefacción se le pintó en la cara al dueño de un café cercano que se persignó, en nada impávido ante los malos disimulos de los trajeados.
Pero ni con esas su dama dejó el cargo, ella se le anticipó descalzándolo si acaso al monárquico regio. -Voy a tener que enseñároslo todo- barruntó malhumorada. –No es lo mismo llamar que ir a abrir la puerta– quiso demostrar, y se lanzó a la calle.
Él no tiró de ferocidad, sino de incredulidad: -¿De veras?, ¿hablas en serio?, ¿crees que son de tu talla los patines Cenicienta?
¿Y de qué iba a servirle?, se preguntó esa niñera, reconociéndolos. En fin, suspiró ese mismo segurata, deseoso de cambiar de guardia.
-¿Quieres decirme cuál es tu último deseo princesita, para que podamos largarnos de aquí antes de que nos echen a todos?, tenemos hijas, no una, dos- la asistió el jefecito, no extraño, pero sí intermitente.
-No es lo mismo ver que mirar, aparta cariño, soy buena- se echó adelante ella, viniéndose arriba, grande por sí misma.
Y ya se sabe… naturalezas varias y la fuerza del destino.
Fue entonces cuando el abrigo de las palabras abogó con todo. -¿Estás bien?- dijo muy a su pesar. -¿Estás bien princesa?- insistió contrapuesto.
-Sé considerado- le recriminó ella. -¡Levántame!- ordenó, aún tropezada por la odisea.
Todo el planeta les sobró a los cónyuges, quietos, ni el trabajo les fue su premio, como si la vida les fuera el patio de su cárcel.
Un crío, en nada militar, como que, de fin de semana, no esperó mucho a lo suyo: -¡Vaya manera de dejarse caer!- adujo graciosete sin pelos en la lengua.
A lo que el viejo que lo cuidaba, comentó de inmediato tirando del niño, educado para restarle suertes al crío -Todos tuvimos nuestra ración, todos.
Los de las sonrisas fingidas ni se animaron ni se descompusieron, vacilantes, sí. Sí. Ni movieron ni los labios, gigantes entroncados, haciéndose a todo.
–No pasa nada, agua. Agua– sí que dijo el tipo de seguridad más cercano, asegurando la presencia, hiperconectado a la soledad.
-Juegos y juguetes en familia- expresó ella con la sombra postrera del guión, volviendo en sí, áspera y desasosegante, pero saliendo o pretendiéndolo de las vidas cruzadas, con ese raro desorden del mal recuerdo y todo: risas, amor, paz y la lucha de gigantes prometiendo rota -bien, estoy bien, bien- murmullando su -¿es posible un futuro mejor?- tirando a despreciable.
Saludos nada cordiales temió entonces su marido y el agente de seguridad. Casi obligados a retirarle un poco la mirada.
Un perro en circunstancias complicadas se puso a correr, desenganchado.
La población de la isla, gente aterrada, que contenía todos los trucos y tratos, ni se atrevió a preguntar o difundir la treta, acechando carentes de liderazgo, al tiempo que los otros presentes sucumbieron a un tenebroso deseo, escuchando por sus pinganillos gritos a diestro y siniestro de la emisora.
Con la patilla ligeramente torcida, se atrasó un poco ella; fue su único recelo.
Con aire aliviado, su esposo saludó conteniendo los ´madres mías´, terrible, engrandecido, y ocultando la historia de un triple enfado en muy alta estima.
-¿De verdad no nota el dolor?- tomó protagonismo uno de su séquito, inquieto por el contratiempo.
-Imposible, ella es muy lista- respondió el marido, que no ella, a la primera. Refinado.
Ya sí, ella se dejó de minucias, cruces inevitables y de exculparse a sí misma, tras varias onomatopeyas: -EEEEE Era inevitable…no sé ni qué hueso me duele más. Lo siento mi amor. EEEE.
Los hijos pueden heredar el sufrimiento de los padres, aplicó alguien en notas. ¡Maldita sea!, esperaban oír otros muchos. No obstante, vivieron de las migajas, perros hambrientos peleándose por los huesos, la mierda y la sangre.
El raro ya fue él, que no supo cómo guardar un secreto así, real. Otros se los imaginaron detrás del flequillo y con ideas retorcidas. Más fue por poco, ella, vivaz, como si su aventura nunca hubiera ocurrido, pidió con una miradita de reojo, ni mucho menos tirando cohetes: -Yo debí casarme con tu madre. ¿No?
´Qué cartero repartirá jamás las cartas no escritas´, pensó él sin empezar nada, en la isla del silencio, donde había resucitado el viento que azotaba todos los rostros.
La sola idea de la puntualidad hizo el resto, meditabunda y perpleja, saltona.
“Que los niños sean niños” escribió alguien mayor por dentro de una ventana, bastante orgulloso, aconteciendo, que no era poco.
Y ya se sabe… cincuenta variedades de veneno, los que hacían lo que hacían, las buscadoras de setas, etc. Sentidos en posición firme; besos celestiales; innombrables.
“Es todo lo que somos, y es todo lo que serás” empezó a correr por las redes sobre toda esa genealogía, más allá de todo. Y fotos a toda prisa que decían lo suyo, con y sin dolor y cariño, tiaras regias e imperios playeros: el verdadero sentido de la existencia.
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