El grupo sonaba a desesperación. Y al pertenecer al grupo unos se odiaban y otros tenían otras intenciones. El prójimo, a veces, les era amigo, otras no. No obstante, el común era la pelea contra el mundo, adversidad, donde ni en él se era libre.

Empastes había por doquier, con y sin dolor, salidos y escrudiñados. Lo cual era contradictorio en sí mismo, por lo irreductible de la continua evolución.

Las bacterias y los antibióticos, así como los enfermos crónicos asistían al combate. Era elegir entre el miedo y la osadía. La calidad y la humanización atendía a todas las cronicidades. Unos y otros iban interiorizando esos cuidados posteriores, y el propio combate.

-Nada hay que podamos hacer- decía uno, regulando y consolidando esa carta a la naturaleza.

Otros querían adelantarlo todo lo posible:

-Mejor ya, estoy que no me tengo en pie.

-No todos los procesos de curación son iguales- le espetó otro.

Prefiero morir anciano– subrayó otro, impaciente.

Los menos activos y capacitados veían en el final el comienzo de otra vida, transmitiendo de alguna manera su vivencia con esos nervios en los pies, que no paraban.

Como que enjaulados, se hacían carne en la mirada del otro.

-¿Un vaso de agua chicos? Dios también puede ser el prójimo- catalogó una de esas que acompañaba los malos momentos súper uniformada, con ojos redondos como dos canicas concienzudamente maquillados; y no solo eso.

Esas palabras y su pose los dejó más que inertes y quietecitos, bloqueando la situación de peligro, experta y extraña.

La sala de espera del dentista era eso. Y él se refugió.

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