Para lo único que le quedaba un poco de conciencia, fuera de lo presente, era para percatarse de que el amor siempre le fue más de marido que de amante, y que por su parte ella siempre fue más madre que otra cosa.
Fue tan lejos en este vejamen de sí misma, que no paró hasta echarse la culpa de todos sus males, acuchillándose con una exaltación malsana. En rigor algo enfermizo.
Todo, mientras sonaba el ruido confuso de las despedidas y las murmuraciones, chismes, dejándola hacer, por más que pareciera inverosímil. Otro más, otra menos, a pesar de la delicadeza de Don Víctor, que se ofreció, quien aún sentía una indecisa esperanza cual sabor con perfumes, el de la carne rebelde y desabrida de emociones contradictorias, amigo de su marido. Un cura muy presentable, que junto al otro solo entendía de tomar el sol cuando les preguntaban.
La viuda y guapa, muy guapa, insistió en sostener que le debía la vida y se la quitó bajo un chillido de mal género.
El primer disgustillo de Don Víctor en ese otoño, pues todos ardían en el santo entusiasmo de la maledicencia, cuando en la soledad del campo y bajo unos aires tolerables se les había abierto el apetito de la murmuración, y otras indecencias, justo en ese pueblo, el más bonito de la provincia.
El entierro fue cerca del anochecer. La esencia del vestir bien estuvo en la pulcritud y en la corrección. Desde el alcalde y cura Don Víctor, hasta el último santo y vástago.
La exageración adocenada se sucedió luego. En honor a la verdad, no mucho tiempo después, disimulando difícilmente el bochorno. Algunos, algunas. Que ya les había llegado su otoño, pareciendo ridículos y vulgares, como cada año de graciosa tensión y vellos negros algo rizados.
Los demás pueblos opinando, y como que esperando a tener su demonio de alcalde y cura.
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