“El lunes nos querrán”, se decían en su precario silencio, y sin mayor intención. Uno azul, y otro rojo, o similar. A ellos tampoco les resultaba fácil dar con el color, o más bien el nombre y los retornos.
El abrigo de mujer tenía múltiples tonalidades y ninguna, dentro de esa gama de rojo. Era capaz de agotar al abrigo de hombre, más largo, en este caso, si se ponía a justificar su tono y distinguirse del resto de tonos rojos.
No obstante, ambos coincidían en lo gustoso de abrazarse. El perchero concitaba ese interés manifiesto cada día, y cada noche, de los que no tenían uso. El verano y la primavera, por estaciones veraces y objetivas, no les eran de agradecer. Por ello se permitían, cuando menos, darse un paseíllo sin hostigamiento por la casa, a esas horas en las que sus dueños, él y ella, encamados o no, presumían de no tener que usarlos o se quejaban del calor. En democracia todo servía.
Salir, los abrigos salían de sus roperos y armarios con categoría, madurez y una entereza física y solidaria que asustaría al más valiente de los niños y su mascota. Sobre todo, en esos días, en los que siete millones de personas podrían pasar de largo de los mismos, teniéndolos ahí, a mano, o bajo llave; incluso peor aún, bajo el imperio de la naftalina, aromas de lavandas y otras voluntades, que no necesariamente coincidían con sus sentires. Ellos eran de estar, de abrazarse; de merecer una protección especial, y como tal estaban ahí, a dos pasos, en sus mundos. Con sus dueños en una plataforma o ciudad refugio. Equivocados en la prosperidad, el progreso y dando por hecho desatenderlos.
La confortabilidad, las expectativas eran evidencias. Los abrigos sabían de ello. Y sus respectivos sombreros más. Tenían un convenio suscrito entre los dos reinos (sombreros y abrigos), y estaban a punto de darse a la logística necesaria de estar siempre a la vista, o casi, preparados para responder a ese procedimiento tan exigente de quedarse entrecomillados o en paréntesis, por semanas y meses en según qué lugares a expensas de la presión de la naturaleza y el tiempo, agostados para todo, hasta para abrazarse.
Sus mediadores judiciales iban a ser los zapatos, que estaban en una situación de absoluta precariedad. Ni dentro ni fuera. Esos sí que sufrían los males de las mascotas, con los chuchos y su comportamiento indebido. Cuando menos, los sombreros y los abrigos empatizaban con los canes, no así las bufandas, o los pañuelos, otros que sufrían la calle y la casa según el perro y su consideración, riéndoles los humanos sus gracias o chillando de alguna manera, cosa que hacía incómoda la convivencia, fueras de los rojos o de los azules.
Cierto es que también había otras asambleas, que en el sentir colectivo de las prendas amparaba y respaldaba de alguna manera, haciendo partícipes, a la ropa interior. Si bien, los credos y los colores todavía eran más confusos si cabe, así como su prosperidad, cohesión social y nivel de servicio, que exigía unidad de acción. En el sentido opuesto estaba la ropa militar, que callaba, democráticamente (y apagaba la radio de madrugada a todo ese elenco, pasando lista).
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