Dos días más y ya se vería, si la barba se dejase pudieran haberle salido unas arrugas en las comisuras de los labios. Los ojos se le habían engrandecido y su piel, antes muy blanca, tenía otro tono bien distinto. ¡Hasta las gafas!
Al notarse lloraba en silencio, lloraba cogiendo las cosas, lloró toda la noche y lloraba al peinarse.
Nadie le podía consolar: era septiembre, su primer día de colegio una vez más. Y de tanto oírlo no solo se había hecho mayor, sino que llamaron a la policía. La primera su madre, que no lo reconoció, no tardando en presentarse la vecina. Una que no se cortó y envilecida por lo que oía y veía del hombretón avisó al colegio para que no le dejaran entrar, de tanto que decía que tenía que irse al mismo.
La amalgama de gentes y de lugares distintos no tardó en producirse. El niño no estaba, era un hombre. Con el que ni por señas se entendían. En el hospital la cosa no fue a mejor. El doctor poco pudo hacer, aparentemente todo estaba bien; sí el cura, que le esbozó a la madre del supuesto hijo, que no lo era “lo bautizaremos, no te preocupes”. Por entonces, un camarero creyó conocerlo, y no. Madre e hijo, harta de lloros y gritos, prefirieron el silencio del otro. Al tiempo ¡hasta comprobaron si tenía pasaporte!
El caso es que todo estaba escrito de antemano. Carolina, la hija de la vecina bien que lo sabía. Fue ella quien lo hechizó; la que en realidad no estaba poniendo mucho empeño en trasladarle a Francia. El segundo punto de cuatro. Incluso llegaría a tener esposa y regentar una librería. Todo, por no ir el primer día al colegio, que a Carolina no le gustaba el uniforme y se las sabía todas.
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