Una gélida mañana salió a dar un paseo, leyó el periódico y se fue al puente. Mientras, el perro no paraba de gemir y olisquearla, como si hubiera perdido el olfato y sintiera de nuevo las distancias. Antes, ella había vaciado el cubo de la basura.
No dejó ni la propaganda del buzón postal, en ese día amarillo pálido sin remitente tirando a grisáceo claro. Lo más parecido a un juego malabarístico. Llegó a bajar las persianas, dejando apenas una sutilísima franja de luz por cada habitación. El perro, no obstante, sentía algo más que el tedio de la vida doméstica. Un cánido acostumbrado a la belleza de ese rostro, al que le costó responder, achuchado, teniendo que ir a buscar la cintita marrón por cuando se le salió de la melena a su dueña y señora.
Un día de pieles tersas. El niño se había ido de colonias; lo había subido al autobús casi que con todo. El hecho de hacer el equipaje en plena noche, tras dejarlo cómplicemente, con velas encendidas y restos de comida por doquier, ya barruntaba mudanza. Además de lo marrón de las margaritas azules, que también acabaron en la basura ese día circular. Lo cierto es que volvía a ser ella por mucho que el perro no quisiera; sentía ese pulso casi irrefrenable. Necesitaba otra ciudad, otro mar. Otro niño… Cuatro de seis que llevaban el par de dos.
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