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Pequeñas joyas

Así querría ver yo a mi padre. Mañana hará años. Dos más desde que se fue. Tranquilo, en la terracita. Enfrentado a la mar serena.

Tuvo el dudoso honor de convertirse a su vez en carcelero. Pareciera que como hijo no merecía su confianza, o que no había crédito para todo. Me censuró con su propio cáncer… y ni siquiera le pude decir que lo sabía. ¡Siempre tuvimos secretos!, y luego dicen de la justicia poética.

No fui demasiado valiente como para serle hereje y me quedé con todos los versos, los relatos y los proyectos del pasado presente. No le dije que le quería… Que en definitiva es eso a lo que se reduce toda relación padre-hijo, poco más. Y ya no me escucha, vivo o muerto, no me quiere ni ver ni oír. No me hace sitio en su paraíso. Es egoísta a más no poder. No me quiere tener.

Uno se detiene, se aparta, se queda sentado solo a la mesa y se obliga a alimentarse o algo por el estilo… y mientras tanto discurren las luchas absurdas y heroicas donde creemos que arreglamos algo en este mundo. Más ese interés es superficie desde el mismísimo paleolítico, que es donde parezco estar desde que se fue y me dejó para siempre. A su nieto ni le quiso decir adiós. Jamás me dejó entrarlo al hospital. Ni él quiso bajar a la entrada, donde había plantas y un jardincillo, aunque fuera en la silla, entubado y empujado, para darle una pelotita de gomaespuma o un peluche cual oso de la memoria.

Por aquel entonces todo permanecía en mi memoria y la suya, y sigue ahí, sólo que va despertando. Ya no me asusto de no tenerle. Entiendo que no está. Quedarse solo te hace madurar, por más que las palabras ya no se pronuncien. Representa uno todos los significados, buenos y malos, y de cuando en cuando se le cambian los sentidos al verse reflejado. Toca hacer de padre y de hijo.

Seguridad querría que tuviera mi padre en su consuelo, y yo apoyo y defensa… Y está. Hoy no cojo el fusil y me doy a impartir disciplina por más que quiera. Me contengo y miro lo que se llevó y lo que dejó, para sembrar de lo que queda. En otras épocas no tenía esa sensación, pero el pequeño ya me pregunta, y con las mismas me devuelvo al mundo y a esos lugares que ya no podré sentir junto a mi padre: su casa, su campo, su coche, hasta sus zapatillas y su camisa de cuadros… ésta última la tiré. La reciclé porque me bloqueaba y me hacía grande. Gris más que nada. No me atrevía a ser como él, nunca quise superarle en vida, menos aún donde esté. Rotundamente me deshice de la camisa y de otras prendas, y no quise ni cambiar de coche. La herencia se quedó en eso, en herencia. Es parte de la crucifixión. En vida un hijo jamás ha de ser que su padre. Lo tengo a bien. Y él lo sabe, seguro. Sí… No quiere verme.

Eran maneras de entender, cosas que con palabras no se pueden decir: sonarían mal. Pero la orfandad es ese olor tan extraño: el tributo a su condición humana. ¡Es tremendo! No huelo y en mi nariz hay un estruendo de trenes que me crecen desde el pecho subiéndome por la nuez hasta las sienes.

¡Qué poseería que dejó luz y pena doblemente!; aire y llamas, calma y dicha… Hoy sólo mato el jazz y la piedra pómez. Es mi mar en calma. La última vez que estuve junto a una orilla de esas yo robé, juré y perjuré… pasé de las pocas olas y atrapé un pedazo de mar quedándome con su miga como núcleo central y aguerrido. Pareciera que hubiese estado allí, mirando el horizonte y alimentando a las gaviotas, leyendo su periódico bajo esa piel tan agradecida… Creí haberle visto, sin hacer ruido, ensimismado en la auténtica revolución cristiana: pan para todos, dignidad  para todos.

Ese día no pude hablarle a mi hijo. No tenía suficiente criterio. Me encrespaba solo de pensar que podía ser como él, y eso que la marea estaba muy baja. Al peque lo dejé haciendo castillos de arena, en su inmensidad. Toda la tarde… A la noche, su madre le contó un cuento y yo le escondí los muñecos, esos que en el envoltorio contienen una leyenda de mayores para que los niños los manejen haciéndolos añicos y venciéndoles: “ira de titanes”… Yo aproveché, después, para caminar solo. No quise leer nada. Escuchaba el pasar de las páginas lentamente. Su periódico de toda la vida me cegaba. Sonaban las letras como palabras redichas por él mismo. Tenían tono, voz…, escasez, miseria.

Pero mañana, en su día, sí que será importante que vaya con el fusil cargado. Lo que hay que quedarse de todas las enseñanzas, y buscar, es la ética de la vida: no soportaría a otro igual. Huele, suena, pesa. A pies juntillas, ahora mi mujer es mi suelo, mi bancada, mi ADN, mi camino. La que porta a mí otro ser. Y así se lo haré saber, tocándole la tripita:

-Sólo sé que tenemos que actuar en un mundo hostil y que estamos aquí para proteger a los hijos, y si por ellos hemos de luchar, lucharemos. ¡Sí! Sí… Si me pagara lo que gasta para evitar que le encuentren, yo no le mataría. Vacaciones vamos a tener todos.

 

Pedro Belmonte Tortosa

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