A la gente le llamaba la atención. Lo menos dos horas y media cada día, bien temprano, a primera hora de la mañana. Siempre, siempre. Y colaboraba para que la playa estuviera limpia. Veintitrés años, todos y cada uno de ellos en ese andar solitario entre la gente, por la playa. Un instante eterno, gozando de una vida quieta y pacífica por entre las cenizas de la eternidad, paseando juntos. A veces, con un enjambre de opiniones.
Habían evolucionado, y les entretenía. Fuertes en el oficio y quebradizos en la intimidad. A él no le importaba comentarlo, así como el rugido de las caracolas. Jamás se avergonzó de pasear juntos de la mano. Lo hizo siempre desinteresadamente, y había de todo.
Un día bueno, bueno: ganaba veinte euros y un desayuno en condiciones (ya con la armadura de la luz). Que era cuando dejaban de pasear juntos de la mano y salía de la playa y soltaba el detector de metales para irse a estar con su mujer. Sí, su mujer, con quien los ríos profundos también corrían silenciosos; y la luna era el mejor testigo. Igualmente, con días de todo. Días de todos los tamaños, formas y colores, sintiendo algo que no siempre estaba previsto.
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