Entreverar la infancia y la pubertad con la vida adulta no siempre conllevaba ventajas. Los primeros amores, el misterio de la fe o el miedo a la fragilidad evocaba un hermético silencio en ella. Alguien, a ratos cómica y a ratos conmovedora. Una niña mayor, pero una niña, en definitiva.
Tenía muchos cuadernos perdidos, tal que tuviera cincuenta años vividos. Incluso en los lugares más insospechados. Su habitación era una especie de “Roma desordenada” según su prima, quien mejor la protegía.
Con el torso desnudo parecía tan blanca que dolía su enloquecedora belleza. Cosa que no pudieron atajar los tratados de armonía de todos los médicos que la vieron, por separado y en habitaciones dobles (cuando la internaron). La chica se ponía hecha unos zorros cada vez que le tocaba ir a terapia. Su anatomía empequeñecía más si cabe.
La comida, a poco, era un agente de cambio. Sabía usarla cuando quería. No se le daba mal cocinar, dentro de la pereza del fregar y limpiar. Aunque no pareciera que ese fuera a ser su destino.
Su prima, que le hacía de bombera y de policía en ese juego de encuentros imposibles la veía al timón de un barco, por pequeña que era. Ostentaba un vínculo sano. Como manipuladora era hábil en la esfera social. Le generaba culpa, vergüenza, pérdida de autoestima, sentimientos de aislamiento e inseguridad, todo ello dentro de esa sensibilidad tan maravillosa de atenderla tal y como era, no como una adulta más. Y no por ello dejaban de reír y hacerse confidencias de niñas.
Y cariño no siempre había. Le decía las cosas que no quería oír a esa coronela que no tenía edad ni para ser de tropa e infantería, en absoluto mando. Sobre todo, cuando tenía hambre, porque nunca se sabía qué locura podía hacer la chiquilla, enjaulada por propia voluntad en su habitación, viéndolo todo de azul, cuando no de negro, o con goteras a cada día y a cada hora… y sin ser capaz de pedir ayuda ni mucho menos de aceptarla.
Todos creían que quería respuestas. Pero lo que quería en realidad eran respuestas correctas la que no podía ni imaginar que acabaría ahogándose. Ella y su prima. Ahora bien, para ello le tocaba vivir, crecer, equivocarse, llegar a ser madre, enterrar a la suya en parte, y hasta comprender a su padre… le gustasen o no las exigencias y las responsabilidades.
La prima, que lo era y no lo era, con sus mejillas ardiéndole de vergüenza se sabía hacer la tonta y atacar ese sabor rancio de cuando en la infancia bien crecidita quien no era nadie se creía resuelta, digna, mujer, bella y bestia. Lo primero que hacía siempre era ofrecerle un pitillo, y como no fumaban, ni debían, ya tenían algo con lo que romper ese hielo y ponerse al mismo nivel la una y la otra. Al poco surgían frases del tipo “tú eres la única a quien se lo he contado” y demás cosas.
Cuando no era el truco del cigarrillo, tiraba del bourbon o le ofrecía hacer una ensalada con dos docenas de tomates para ellas dos solitas, y cuatro bolsas de canónigos más todo tipo de especias. Se trataba de restregarle su azul, y lo conseguía. Mucho mejor eso que esa cara de plástico que se le estaba quedando de tanto estar encerrada, sola y comiéndose la cabeza. Solo quería ayudarla, ser su amiga. Otra cosa es que fuera la madre de quien se escondía la que pagase a la hija de la vecina por hacerse pasar por su prima, con tal de recuperar algo parecido a la rutina de vivir: madre e hija. Madre, a la que por supuesto no terminarían de encontrarle la cabeza años más tarde.
Los dibujos también ayudaron, por cierto. Dibujos que eran como si temieran dar la impresión de que contradecían a Dios o a algo así, una y otra. Y otras tantas rutinas, que por rutinas ya eran algo, y para quien todo lo tenía por delante (como esa niña de los azules) ya eran mucho. Lo que tampoco tenía lógica es que la madre no volviera a dormir después de su primer embarazo… con la ilusión que le hacía ser madre. La que nunca tuvo una habitación para sí sola; jamás. La misma que nunca se saltó una comida de niña, ni se le pasó por la cabeza; mucho menos contestar a un mayor, o creerse adulto sin serlo o se tragaría sus esperanzas.
Pero es que los colegios, pasado el siglo XX, dejaron de ser lo que eran. En época de exámenes prácticamente todos se iban de excursión a la Warner, a montarse en las atracciones, como si con ello fueran a mostrar sus puntos más vulnerables los niños y a arreglarlos los mayores.
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