Después de malgastar su tiempo en quehaceres despreciables se volvieron a encontrar. Nunca les gustaron las armas, pareciéndoles vulgares. Su trabajo consistió en recordar, y sacaron partido a lo que siempre supieron hacer.
Podían sentir una compasión tremenda y, al mismo tiempo, ser despiadados. Ahora bien, optaron por bordear los límites de la verdad en esa tierra de nadie. Ella se conformó con estar enterada, que no saber. Él, con la utilidad de todo ese triste dolor. Cada cual sus días. Uno los pares, la otra los impares.
Y como si nada le cogió la mano y mil ojos escondió la noche en la víspera de casi todo. Viéndose y teniéndose de veras. Habiendo llegado después de ser invisibles, y ser invisible era casi peor que estar enfermo.
El silencio de la vivienda y tener que descifrar el desconcierto con palabras les fue complejo en ese cruce de caminos. Si bien, su trabajo consistió en recordar, y sacaron partido a lo que siempre supieron hacer. En un santiamén se pusieron al día y establecieron nuevas metas sin tener que llegar a lo más trágico e irresoluble.
Cosas como hacer un bizcocho, andar juntos, zurcir unos calcetines, planear un viajecito, comprar unos regalos, aprovechar las rebajas, o preguntarse por la salud surgieron sin más. Fue una contrición extraña en la que ninguno tentó la gravedad ni dijo mamarrachadas o puso condiciones, surgió. Sí, surgió. Como la primera vez que vio un muerto a los nueve años, u olió la colonia de jazmín de su abuela, quien tuvo la mala ocurrencia de morirse. Aquella vez los nervios tampoco estuvieron tan encendidos, solo se pasó de la niñez a otros asuntos.
Y en ese afán se dieron a vivir y se quisieron querer: pasando tiempo juntos. Los días pares él, los días impares ella. Cierto es que en verdad era al revés, porque cuando a ese le correspondía llevar el peso de la relación miraba más por ella que por él, y si por cansado que estuviera había que salir a dar un paseo, lo hacía. Cosa que ella agradecía, tirando de su parte y siempre dándole facilidades. En cuanto a los tonos nada de nada, el vaso siempre estuvo medio lleno, jamás medio vacío.
Una pena y toda una desgracia que sus días buenos y malos se hubieran reducido a cuatro, dos para ella y dos para él, empatando con la muerte el amor. Amor que estuvo desnutrido un breve lapso de tiempo de veinte años, recuperado en cuatro días con creces.
Él hubiera dado su vida por ella, no obstante, le tocó llevar la pena. Culpable de no haber sabido quererla a tiempo. Y ella por fin tuvo su ansiado viaje, atestiguando la inocencia de alguien y pasando más tiempo juntos desde ese embarcadero donde esperar y tomar la mano.
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