Érase una vez un pájaro de los que tenía vértigo; de los que gustaba contar cosas que abajo había visto, cuya verdad ni admitía réplica ni disputa.
Un pájaro que se agarraba con tanta fuerza a las ramas que pareciera no tener patas en los pies sino garfios. Y miraba distraído por atento inaugurando soles y lunas, o agostándolas. Su color no era el del Diablo. De panza bien peinada, al igual que el resto del plumaje, hacia derecha o izquierda tenía buen ver.
Respondía gentil y cantaba gallardo al ajeno conocimiento del verdadero Dios cuando se le nombraba. Lo que no hacía era volar, sabiendo aposentar ese odio visceral por entre los ojos, no desalentando nunca en su oficio de caminante.
Pero un día se encontró con el sentimiento humano y para evitar una pedrada o un tiro de artillería callaron todos, tirios y troyanos. Desde entonces nunca más se supo de la graciosa aventura del Titerero (que era como se llamaba), con otras cosas en verdad harto buenas, echando a volar.
Las ramas donde paró, eso sí, se quedaron con los dientes de fiera, marcados por su patente. Los ladridos de los perros y el son de las bocinas fue lo que vieron por las mirillas, algunos curiosos de más: ramas solas, apagadas, disfrazadas de lo precario, que alguna vez los cuidaron tan bien.
Volvieron los estruendos, los gritos y las vociferadas de poca altura, una bizarría de buen talle y suceso, pero bizarría, al fin y al cabo. Es más, intentaron imitar lo cómico y simple a lo profundo de la ignorancia conformando a otro pájaro. Pero no, Titerero se marchó con todo su vértigo. La Luna, en su caminar despacio, congelada desde ese momento donde todo fue nada, intentó seguir dando la vuelta al mundo mal que bien. Y el Sol a lo suyo, arrugado y acomodando los anteojos de muchos; rostros distorsionados por el disgusto, algunos.
Y tanto se pusieron a buscar y a echarle de menos que se olvidaron de su hijo, que permaneció en total calma, esperándolo también. Ese, mudo, amorosamente peinó su cabello hasta que se le hizo gris, tal y como le había enseñado su padre, e intentó lavarse las manchas en profundo silencio. Jamás dijo, ni remotamente avergonzado, que alguien lo disfrutó en una deliciosa y penosa cena. Prefirió siempre mantener la esperanza para con su padre, y refrendar que por muchos que probaron ninguno canturreó como él, Titerero, detrás de la simplicidad y la fluidez, cayéndose escondido mientras sonreía, otro que apenas pudo volar, navegando sonámbulo entre agónicas nubes, anidando en caricias desnudas, sumido en el abismo de la noche, enhebrando silencios de temores dormidos y rompiendo alientos por cuando los gélidos suspiros le escuchaban, pues ávido de besos que nunca más se dieron lo imitó, mutando a todos los otros que no le llegaban ni a la altura de las plumas más bajas -o al contrapelo- esquivando a los de las mascarillas e idiotas cabales que pretendían pintarse una cálida brisa de aire macilento en su estómago y ego con ese receloso pájaro bajo el manto sigiloso del universo andado, inclusive desgarrándose los puños de la impotencia que sentían, pero aferrándose con brío a esa voz del consuelo que apenas notaban buscando el alivio y el reto en la rima del silencio.
“Creo que si mirásemos al cielo acabaríamos por tener alas”, fue lo último que también supo decir a su hijo, sacrificando su vida.
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