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Otro que no pudo casarse

Le sirvieron el divino café en el mostrador y, justo cuando iba a dar el primer sorbo, las lágrimas le cayeron solas. Los pies se le deslizaron hacia su interior, le resultó difícil hablar. No fue el cuenco de helado de menta con pepitas de chocolate, o las hamburguesas. Miraba sin emitir sonido alguno. Sin explicar de qué se trataba. Y al ver los dos chicos sentados a la mesa masticando sus sándwiches y bebiendo su leche les intentó parar, ahora bien, difícilmente pudo. Concluyó, que no le haría falta la pistola.

Hacia el fondo, alguien soltó una especie de carcajada, un breve gañido que ascendió del fondo de sus pulmones como una perdigonada rebotando en la pared. Otro que no supo elegir el menú, pues no mucho tiempo después su hijastro le dio unas palmaditas en el hombro y la espalda sin que se repusiera.

Y así uno tras otro, la mayoría hombres. Dar gracias a Dios de poco valía, pereciendo horrendos y penosos, gradualmente asfixiados. Hasta el peor de todos.

Una sudafricana blanca con la tez morena de una norteafricana en absoluto tenía culpa alguna. Una morena de piel oscura que no era ni bonita ni fea, sino especialmente fascinante a ojos de Monroe, y su señora (de vida insípida y convencional, salvo por eso).

A la postre, ese matrimonio empezaría a transigir de mejor modo con otros reclusos, máxime con los que no entendían su lengua, ya sin poder hacer uso de las cocinas y la mentalidad moderna. El taimado centinela que tuvo la feliz ocurrencia todavía bajaba la vista y se encogía de hombros, acordándose todos de lo que pasó gracias al plato, el tenedor y esa mesa que jamás se recogería. Otro que no pudo casarse, y al que sí le hizo falta la pistola.  

Castigo de Dios y de los hombres en la Tierra

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: el peor de todosgracias a Dioshelado de mentamentalidad modernapepitas de chocolatereclusos

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