No podían comprar el futuro, no podían comprar el tipo de vida que querían. La nostalgia les era como otras enfermedades, les hacían sentirse fatal hasta que pasaba a otras personas.
No obstante, tan pronto se creían el emperador de París bajo el disfraz de un comerciante, que se veían pequeños para trabajar y hasta para poder mendigar.
¿De qué valían las líneas rojas? El mundo les era dispar hasta en los cuentos infantiles. Niñas y niños. Todos. El purgatorio del insomnio no les llevaba a contar ovejas irremediablemente. Todo en un mundo enmarañado, en el que se creaban cosméticos a partir de las cenizas de bosques quemados con la excusa de devolverles la vida.
Y con esas, deseo era la palabra. Lo que sentían las personas. Ese ardor que los años no apagaban. Todavía deseaban, y todavía sufrían la sensación de conocer a alguien que no quisieran que se fuera nunca. Vivían en un sinvivir, pero vivían, o lo intentaban, acorralados. Porque cada palabra destruía o edificaba, hería o curaba, maldecía o bendecía.
Todavía había casas y personas de esas, y casi que barrios aguantando la presión, retenidos, empequeñecidos y engrandecidos. Según se mirase había demasiada gente, en unos y en otros. Sencillos, aparentes.
Con perspectiva, es como si hubiera llovido y todo reflejase una vida limpia y tranquila, pero no había lluvia. Toda una bella ceremonia de ensayo de la muerte, homogeneizando a las personas, como si fueran robots y así evitar definir rasgos. La evolución esquinada. El negror de la claridad meridiana. Lo que fue la vida y seguiría siendo.
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