La primera vez que le seguí se llegó hasta un extraño lugar de su calle, al comienzo de la parte alta, y desapareció por el portal de uno de aquellos edificios. Ninguna tela disimulaba o apaciguaba del todo su estado, sin vacilaciones, sin tropiezos; y el aspecto acogedor se agradecía, como los edificios que se distinguían desde abajo. Pero no se oía ni una voz ni un ruido.
Yo había cumplido sus instrucciones cabalmente, y le había prestado la mayor atención en estricto silencio. Además, uno siempre tiene la excusa del azar, de la involuntariedad, de la coincidencia. Y eso que estuve a punto de soltar una voz y de descubrirme con ello.
Le gustaba caminar, es cierto, aunque también se decía que fingía de maravilla. Si bien, ahora que a mí me han dado la noticia, en seguida comprendí tal necesidad. Y soy yo quien no quiere hablar. También hay quienes cierran los ojos para ayudarse a imaginar que todo es un sueño y que el diagnóstico es otro.
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