Lo decapitó y dejó la misma en el interior de una caja de cartón, junto al parking del aeropuerto. Al hijo del fallecido, le firmó: “no nos juzgues por cómo proteger lo que te estamos dando”. Lo subió al avión junto a un osito de peluche, y poco más. La rica maestra le pagó una asistenta, los estudios y un bonus para que no volviera a pisar ese suelo, que su padre ensució. Había tiempo para querer, para buscar y para olvidar todo lo que pudo ser.
La profesora era capaz de usar la polla de uno de los malos como hilo dental, y todo, porque le esquilmaron los senos una vez, y el dinero daba para lo que daba.
Ella, que firmaba sus libros infantiles como Nieve Negra, no se preocupaba ya de lo que no tenía solución. Libros que contenían todas las pistas habidas y por haber: El papá que no tenía cabeza; El abuelito que perdió las manos; La señorita que no llegó a subirse a la bicicleta; La mamá que no pudo dar más las gracias; La tía que se quedó sin dientes. Títulos que terminaban siempre igual: “La muerte es buena porque no sabemos cuándo es”.
El cartero siempre le repartía la siguiente historia, muy perdido: sobres con libros, que regalaba y adelantaba. La policía no es que estuviera mucho más ducha; por las mañanas se desperezaba como cualquier niño/a de esos que cuidaba en la guardería de la comisaría.
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