Y así se veía y quería seguir viéndose, sentada en el marco de la ventana, consigo, donde ni el cielo de los animales.
Su mejor recuerdo, toda vez que se había hecho mayor y la senectud de la ancianidad le permitía esa libertad del recordar lo vivido. Una rara paz, como cuando tomó el sol a deshora o fuera de estación en los setenta.
El sonido de ese clarinete lo seguía oyendo. En lo sustancial jamás dejó de tocar aquel hijo del vecino que no tenía pelo. Justo antes de cenar, la mayoría de los días. Minutos de libertad y virtuosismo dentro de la precariedad. Hubiera pagado una especie de tasa o de peaje tras los primeros días, que como todo hubo de pasarlos, no siendo un canto al sol.
Después, ni un inspector de trabajo hubiera puesto pegas. Acostumbrada a leer sentencias en el Tribunal Supremo y, pudiendo disfrutar de su buena pensión más la indemnización que supo hurgar al erario público tras asesinar a su esposo, en sí, todo se reducía para la magistrada a ese reino del ventanal, no siéndole la silla de ruedas una valla inexpugnable.
Retrotraerse a ese lugar le permitía observar los cuarenta y siete sofás uno tras otro en el recalcitrante palacio y su lujo de estilo neoclásico impostado. Es más, hasta podía llegar a pensar en jugar al hockey o bailar en una discoteca. Aquel clarinete solo lo cambiaría por los ratitos en el casino. El de su casa no le era suficiente. Ni la sala para fumar shisha, la zona de spa, masajes o el explícito salón de belleza.
Las uniformes notas corregían hasta las injusticias de tantísimos años que de alguna forma fueron los más favorables para su carrera, permitiéndole presidir la sala y lo que no era la sala. Una mujer, como todo clarinete, de ideales pacíficos e historia violenta. El día que se le fue la voz al chaval, viéndolo caer inestable y firme al pavimento, sus medios ojos hicieron el resto. Menos una sentencia que impuso a la titular de una perfumería por abusar de las canciones ñoñas francesas en su local, las restantes doctrinas impuestas no dejaban de ser un lastre o la simple y dulce introducción al caos, pues firmaba, siempre, con lo del “ni el cielo de los animales”, tras el habitual “hágase cumplir”. Una verdad mundialmente conocida, y en su vecindario.
Un hombre soltero y de gran fortuna fue el único individuo que la aguantó, el único que se negó a subir al estrado. Aquel padre, el del empujón.
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