Era de esos tipos a los que por error se les encasillaba, ahora bien, ayudaba a crecer. Porque sumaba a su fuerza, por casualidad o a propósito, toda una serie de resortes que daban para muchas respuestas y, sobre todo, para preguntas, cansado de vomitar banderas y de verse en espejos rotos.
Los chiquillos se le arremolinaban en tumultos hasta que se calmaban teniendo su sitio, y quien no podía estar a su lado, lejos de apedrearlo se asomaba desde su habitación, lo mismito que los gatos. Parecían, todos, golfos armados. Más nadie daba patadas a nadie ni amenazaba o negaba, todo era un hacer que despertaba muchísima expectación, y que tenía sus frutos.
De hecho, su última historia, dejadas ya aquellas de los piratas, databa de una niña en su silla de ruedas que replicaba cualquier emoción tal que fuese alpinista de éxito y hubiese hecho cima en todos los ochomiles, paso a paso.
Pero ojo, nada estaba descartado. La historia original nunca era la misma. Ese tipo podía ser economista, consultor o un mamarracho, si bien, para sorpresa de todas esas madres de los niños les hacía una función que no sabían hacer ni ellas ni sus parejas, hombres o mujeres, y hermanos: los niños atendían, quietecitos, sin fallar, incluso adivinando el medio lugar por adelantado, que iba de un banco a otro el contador de historias.
La policía no lo veía tampoco mal, no obstante, algunas quejas vecinales recibieron al principio, dimes y diretes que pusieron en jaque las terceras y cuartas veces; los autobuses encantados porque nadie se les cruzaba y los chóferes tenían oxígeno al pasar por entre esas clases medias.
Coco, la niña, también llegó a oídos del alcalde. Y a otros desconocidos que miraban en segundo plano como si les hubiera cogido a medio camino de hacer la compra. De hecho, una señora con un bulto en la espalda rompió a llorar (un bulto que solo ella se veía). Por suerte, la chiquillería eran fotos que no eran fotos, porque nadie subía nada a las redes sociales, y eso que nadie puso reglas como tales. Juan, que podía ser Alberto, Lucas, Mario o Stephan, iba a lo importante: “De nada sirve que leas mi libro si no respondes a mis preguntas”, les decía. Y hasta el de la gasolinera ponía el oído siquiera renunciando a algo.
El mundo que les hacía vivir era la fantasía de dos generaciones anteriores. De muchas ventanas y fachadas. Más nadie decía. Ni los coches de mayor cilindrada se escuchaban cuando ese que vestía como un inglés de postín decía montarse sobre su caballo árabe y ser capaz de defender a todos los ciudadanos y de llegar a todos los sitios sin ni moverse. Es más, en una boca de un suburbano ya se había comentado algo sobre que una gran corporación se estaba pensando contratarle, porque eso que hacía, y que le estaba pasando a la chiquillería y mayores, no tenía precio. Empresas grandes, y de energía, y grandes distribuidoras de alimentación. Sociabilizar era un valor irrenunciable. El tipo invitaba a acuerdos.
Sin más testigos que la tecnología y el secreto los políticos mandaron espiarlo y saber del mismo. La legión extranjera también.
Del mismo nada se había publicado, o casi nada. Gentes con formación de combate estaban en alerta, por si acaso, no fiándose del todo los poderosos. Al cruzarse el capellán, otro que por antonomasia sabía de credos, no miraba para otro lado (se había ido y quedado tantas veces que ya ni sabía si quería que se fuesen a otro barrio o que se quedasen). Si Charles Dickens inventó la Navidad, ese tipo que sabía jugar con el tiempo y los tiempos, habría de tener su lugar.
Coco, la niña alpinista, otros días fue toda una vicealmirante. Y de mayor fue alguien que le echaba cubitos al vasito de vino, sin distinción. La verdad que contaba era así, sostenible, y de parecidos. Los niños, todos, hubieran firmado quedarse así diez años más, sobre todo los que pensaban que el amor era una fiesta, o a los que no les gustaba dar paseítos por el parque. Antonio, un criajo, ya se había subido y bajado de varios aviones con ese relator, incluso llegado a los Emiratos Árabes Unidos. La voluntad de todos era ese torpor febril de buen agrado, capaces de ponerse de barro hasta las cejas o de aprender a servir la mesa. Pedro era el perro. Un animal de peluche. Pedro el Gargantilla, que le hacía los prólogos al contador de historias. Uno que hacía como que llegaba agotado y casi tarde, como si acudiese desde varios kilómetros al trote. Sí, todo pasaba. Ellos y sus fantasías de mileuristas, reconvertidos de la misma manera que sus títulos de medico de familia (que el Gargantilla también estaba doctorado). Sus cuatro esposas siempre fueron parte de sus enredos, mujeres de las que hablaba bajito, tanto como que de Cuba.
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