A su modo miraba a la gente a la cara y se los imaginaba de mayor. Sumaba libros, si bien, no los leía hasta que terminaba el caso. Una mujer que nunca aceptaba nada de nadie gratis. La criatura más fuerte cuando tenía las cosas claras.

Pero un caso pudo con ella. Una maldita fecha para quien siempre supo ser humilde y hacer de cada día algo bueno. ¡Ni en cien años de perdón llegaría a ser la misma!

Desde entonces se pasaba el día leyendo, encerrada. Unas veces en la terraza y otras en la cocina, el dormitorio o el sofá. El sonido de las campanas sofocaba las voces que llegaban desde la arboleda… seguía reconociendo su voz con tono apremiante, notando una punzada en el pecho, invadiéndole las náuseas el estómago. Tensionada.

A pesar de ello, se decía en los mentideros que era la única del barrio que tenía porvenir. Un milagro del cielo habida cuenta de que su madre había tenido varios embarazos fallidos otrora época, no tanto por la afección en el hígado.

De noche, eso sí, perfumaba la cama. Ir a un sitio lleno de putas, traficantes y gente colocada tenía su magia. A veces una persona no quería sanar algo que dolía, porque quizás, ese era el único lazo que quedaba con esa persona.

Los duelos eran así, no terminando nunca de decirse adiós. En un pueblo de esos, de piedras contra balas, no tan lejos de la ciudad. De mujeres contra hombres. Siendo ella sus síes y sus noes. La que miró a la cara a su marido, muerto, identificándolo y debiendo apartarse salvajemente de él; ella y todos los silencios que hubo de entender y las cosas que hubo de guardarse.

En su andar por la vida, su marido, de oficio escritor, dejó huellas bonitas.  

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