Como si no supiera caminar, como si no supiera querer, a su edad era poco más que una ladrona de primaveras, lo peor del género humano. Despertaba sola, más los otros con el amor invencible y el fuego de los días. Los echaba tras el repente. Ni un parpadeo vespertino les dejaba. La misma que los azotaba, dentelleaba y palpitaba horas antes. Con todo el poderío de sus besos los acompañaba a la puerta y después era ella la que perdía su forma y las horas en su desnudo solitario.
El primero le duró un minuto profundo, los restantes, a cada cual un poco más; de inicio iba de sobrada; engañaba, hacía cuentas (algunas vergonzosas). Tiempo después, ya no era ni por asomo capaz de quebrar gramática alguna. Se le enmarañaba su cacería. Y con todo, hermoso le era el tiempo que corría como el mar de soledad, necesitada de ello. Tenía su olor hasta la noche, casi que, sintiéndose medio hombre, cada día de esos. Ya fuera de costado, cerrando los ojos, o pidiendo permiso para nacer, que era su mejor pasatiempo. Una hechura alegre de celeste paciencia.
La directora de la cárcel amaba a todos los presos: canallas, sinvergüenzas, matones, hijos de puta, tontos, chulos. Todos, absolutamente todos. Simplemente amaba: vacía, muerta y muda en su incierto destino desdichado. Así conocían la razón de su canto, dándose al dolor de su territorio. Solo cambiaba de celdas y de labios en su desvarío temeroso. Ellos, apenas le susurraban. Ni que les abriera las puertas le pedían, ya fueran los de las piernas flacas, visión doble u ojos que buscaban súbitos tesoros. Se desvestía y los ponía temblorosos. Les tomaba las manos y les tapaba los ojos; y todo con inocencia, nada de luces eléctricas y sí ese incendio distante de la luz indecisa y el crepúsculo convertido en sombra, donde el viento no era el amo de los cabellos y en cuyo hálito se media la andadura.
El eco hacía el resto por entre los barrotes ajenos. Era la hora del dispendio, del aroma perdido. No tocaban sino la piel de cada uno, no mordían sino las mutuas bocas de todos, no miraban sino sus propios ojos; estaban presos de sí. Y si el reposo no les daba reposo, o renegaban, los encadenaba más, desde los pies hasta la frente, cuadrándoles el espinazo con sus breves manos. Una gota de sangre abandonada se quedaba de cada uno, no sin antes fatigarse de mirarse en sus ojos, ancha como para recibirlos y a nadie hacerle espesura, clavándose, hasta con pesada dureza en su castigo del amor.
Una vez con uno se acurrucó de más, a lo más ancho del placer pasmoso. Su marido. Quizás fue tratando de nacer o de morir entre tanta humanidad perdida. Más como a todos, lo condujo a la puerta, soltándose de ese fulgor, viviendo y pereciendo, ni dejándole besar su silencio, áspero y salvaje. Amor o miedo, que no vicio. La puta de la directora era así: casi que una contratada más, para hacerles el mundo más azul y más terrestre, incluso los días por cuando sangraba sangre verdadera. Tanto como los vigilantes, que cada día mataban a uno para tenerlos recogiditos; o los cocineros y sus sopas varias. Pero ella, la puta, es que era muy madre y vengativa, metiéndoselos entre sus piernas; a ellos y al director, quien también se daba a su arrebato repetido oyendo sonar el silencio con la música del espanto que se dejaba notar en la cárcel, justo antes de terminar su jornada y encaminarse a darle las buenas noches a la otra Matilde, su hija.
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