El empresario llevaba años en los que, tras cada viaje, cada visita a su pueblo, fichaba a alguna. Aunque fuera de Vigo. Era de los que podían ir sin dinero, sin reloj, sin llaves, pero de los que no sabía dormir sin que hubiera una mesita de noche en la alcoba. Se había labrado un puesto en la vida. En México.
Sin embargo, en España precisaba de todo eso y más; de su valor, de su astucia, de su resistencia. América siempre estaba en armas, había una lucha tenaz, directa, que le mantenía vivo, pagando por cada muerte un precio. España tenía otro quehacer, otra voluntad (matar no era una acción noble, ni siquiera cuando se hacía por Dios).
Muchos se fueron, pero otros tantos se quedaron en aquellos tiempos de la santa voluntad, del hambre o la huida de un servicio militar obligatorio en primera línea de batalla que no esquivaron. Gentes que, siendo medio olvidadas, unas generaciones tras otras se mataban lentamente, con cariño, tratándose de familia y revistiéndose de amor propio para decirse adiós. Personas, muchas, ninguneadas. Que ni tuvieron el derecho a cometer sus propios errores.
Sobre todo, los hombres, que bajo tensión se rompían, se lastimaban y hacían daño a otros hombres. La envidia los corroía, hartos del: “No importa lo que hagas, solo lo bien que lo hagas” de cuando embarcaban los elegidos, repudiados o no.
En el municipio de Avión y tierras vecinas se sentía esa curvatura del tiempo como en ningún otro lugar. Era iluminación y depravación. Un tenue transcurrir en el que intentaban mediar los capos, dolidos y advertidos. Por eso intentaban dar oportunidades a quienes se las pidieran, pero tenían que pedírselo, fueran familia o no.
Albertito Dacasa era quien mejor sabía gestionar esas tretas. Quizás porque era más mexicano que español, ya nacido en América, y de la cuarta generación de exiliados. Como el mayor de Luisito, de esos que habían ido a estudiar a universidades privadas en los Estados Unidos de América gracias al sudor y al esfuerzo de sus congéneres.
Hijos, que ya no aparecían en las estadísticas de la inmigración. Personas, incluso, con doble nacionalidad, residentes al tiempo en la otra Norteamérica. Los futuros nuevos gestores de esos emporios, y personas que no sentían el concello de Avión como algo propio, sino como una fiesta a la que rendir pleitesía mientras vivieran sus padres, abuelos y tíos.
Dos, tres días al año, poco más. Y de ahí, saltar a Londres, Francia, o cualquier lugar de la Europa del Este, cuando no aprovechar para hacerse un safari en África con el dinero de papá y mamá o el suyo propio, habiendo cumplido. Seres, como Albertito, que creían que si un hombre se arrepentía del daño que había hecho podría volver a la época más feliz de su vida, fuera cual fuera, y revivirla eternamente.
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