-¿Lo pintó Leonardo da Vinci o tu ayudante?- la puso en jaque la madre. -¿Y yo qué?, ¿no cuento?
Por un instante presagió un futuro aterrador, pasados unos segundos no tanto, se recompuso la cirujana.
-Exponemos ante todo el mundo lo que somos, lo que tenemos. Ya sé que estuvo en el Museo del Louvre de París, por eso mismo. Son estanterías compartidas. Nada odio más que los falsos halagos y las argucias sociales. Quienes esperan, deben distraerse; congeniar. Los cuadros ayudan a eso. ¿Por qué no?, estoy harta de las identidades falsas.
-¡Es el cuadro más caro!- protestó la matriarca. -En paredes interiores.
-Por eso mismo, el de más prestigio, el más renacentista. Lo necesito. Cerca.
Y dio por buena la atribución, lo cual reventó a la paralítica, que ir, no iba al Centro J.M. Peterson, pero organizar sí que lo hacía o pretendía. En su afán, Naomi estaba haciéndose una National Gallery, también con ayuda de algún que otro jeque de Abu Dhabi. Y no eran obras caras sin pedigrí. La cirujana tenía la delicadeza de tomarlos por más listos de lo que eran, a los inconcebibles adinerados, moros o lo que fueran.
Treinta y una pinturas, con taller de restauración incluido le habían donado; medio cielo. Un producto de alta calidad. Un tal Zollner y Matthews, cuando las finanzas del príncipe lo permitían, conservaban los icónicos lienzos; hasta le hacían copias, con sus sobresalientes habilidades, que luego, montadas, repartían a los empleados en función de los acontecimientos. Un sexto sentido.
-Un escándalo y una humillación- también para la arriostrada madre y el azabache de sus ojos, muy pesada. Alguien que no permitía ni que la mejor modista tuviera un desliz.
Verdaderamente divina, había veces que Naomi pareciera ser una ayudante de cámara de esos maestros. Tenía su cuestión de confianza. Junto a uvas moscatel, espaciosa, en ratos los miraba cuales aceros que la escuchaban. Se entendía con los oleos y lienzos de una mirada. Su personalidad plástica y los fuertes vínculos estéticos le atraían casi tanto como la medicina; otros, husmeaban. Ella era capaz de percibir el pelo, las cejas, los ojos, la risa, o incluso la seriedad y los gestos hieráticos de las retratadas, inclusive la alegría de la esperanza de los bodegones o murales. Se educaba y reciclaba sobre el fin de posibilidades con sus mutismos, que encerraban pánicos. No admitió nunca fotografías, ni de gente convencional, solo ese filtro pictórico a su mirada. Obras conocidas y extrañas, algunas adquiridas con el estómago y los excesos de duda.
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