Por un momento creyó que todos los logros de su vida eran minúsculos en comparación con ese aluvión. Lo que le interesaba no era la hipocresía ni las políticas. Subió a su habitación y cerró la puerta dando un bronco portazo. Repitió por tres veces el cierre, o casi, simplemente para asegurarse… y se le abrió otro horizonte, empeñado en tirar todos los zapatos contra la puerta.
Completamente impresentable flotó como un loco en sus simpatías, solo que su existencia no iba más allá de habitar ese dormitorio y arrancarse la hebilla del cinturón, castigado y extraño, hablando solo:
-Sois vosotros- acusaba a todo cuanto miraba y tocaba. Le salía por su boca mucho más que angustia, sangrándoles los oídos a los libros y demás enseres que le daban cobertura, descalzado hasta límites insospechados.
Abajo, los progenitores, aprensivos, invertían sus roles:
-¡Lo ves!- se desquitó ella. -Siempre igual, ¡tú hijo! Una basura.
Enfebrecido, el padre y marido no le clavó los ojos para traspasarla, articuló su enfado comiéndose las empanadillas ardientes, a lo que ella le gritó más y más.
-¡Ya está el duro! ¡el duro! ¡Me pongo mala! ¡Es culpa mía! ¿No?
Pegándose unos lengüetazos se volvió más pesimista ese hombre. La humanidad se le parecía más al infierno que a otra cosa, se le estaba quedando el esófago ínfimo y del revés.
La otra seguía obedeciendo a sus mandamientos:
-¡Joder! Tanto genio, ¡tanta inteligencia! Os mato, ¡os mato y acabo con esto!- difamó saliéndosele los ojos. -¡Ni me pides perdón! Lo defiendes ¿no?
Él no podía aprehenderla, estaba desbocada, ninguneado siéndolo todo. Más ella, dolorosa, lo espabiló vertiéndole un vaso de agua en la cara, buscando nuevamente su refugio en él más que en la cocina:
-¡Tú eres tonto! Déjalo, déjalo que elija lo que quiera… ¿y ahora qué? ¡Filósofo! ¡Una mierda! Yo no he parido un hijo para que estudie filosofía. ¡Díselo!, ¡díselo tú también que es culpa tuya! ¡Me tenéis harta! ¡Zapatero como mi padre si no quiere estudiar maricón!
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