En esa torpe intensidad del alma la ciencia de la vida no respetaba nada. Su gente estaba en todas partes menos ahí, consigo, y le dolía. La munición no le escaseaba. Seguía jugando al parchís, esta vez con sus hijos. No obstante, seguía queriendo a los mismos que quería, y le seguían queriendo los mismos. De eso estaba seguro.
Si bien, todo era la historia de un engreído, o el evangelio de un esquizofrénico en tales fechas navideñas. Los padres, esa red de seguridad, le faltaban. Otrora época los padres de sus padres, pero de aquello ya había aprendido. Lo último nunca, y con miedo, porque también lo era. Sí, sabía perfectamente la diferencia entre el día que se sentía capaz y el día que no podía más.
Tanto para su familia como en la empresa de manitas que regentaba, una de esas que hacían arreglos de todo tipo, que tan pronto colocaban un cuadro donde nunca antes lo hubo que le reformaban la casa entera a alguna persona, de esas trabajadoras pero cobardes al tiempo. Normales, a propósito de nada, salvo vivir. Su experiencia con los mejores inversores del mundo nunca fue buena. Ni en la más recóndita memoria de los hombres volvería a trabajarles en esas horas extras que se agenciaba gracias a una vecina suya.
Prefería a sus gentes, de esas con las que poder empatar y no perder siempre. Y así les enseñaba a sus peques, en tantísimos campeonatos con las fichitas y el tablero del parchís, porque nadie debería sentir temor simplemente por estar vivo. Les enseñaba que unas veces debían saber ser el juguete roto como el niño mimado. Y les limitaba la capacidad represiva, porque felicidad también era ignorar el mundo. Para eso último no solo servía el parchís, sino que también los sueños. De esos muy vivos que moraban dentro de sí. Cuentos que siempre finalizaba con la misma frase: “Déjame vivir en tu corazón cuando me haya ido”.
Esas partidas eran la cosa más importante de las menos importantes de la vida. Y lo hacía alguien que en sus días rezó, y mucho, para no ser gay, pero ya no se escondía ni se planteaba ¿qué sería de sus hijos en tal sentido?, conociendo el pecado porque fue pecador, a sabiendas que la gente era romántica hasta que se cansaba de serlo, y que la vida era urgente.
Le gustaba el whisky japonés aunque no lo bebía. Y el café era un artículo de lujo; un vaso de agua alimentaba un poco menos pero también valía si no se tenía para pagarlo. Aprendió todas esas suficiencias cuando vio matar a su esposo y a su hija de doce años, antes de que le encerraran con su bebé. Sí, había sufrido un horror inimaginable: lo más duro y cruel a lo que cualquiera podría asistir.
Más en la casa más oscura de su ausencia, al final del día, o antes, que eran chiquitos, tocaba esa higiene de vida de juntarse al tablero y darse a sus choques de titanes en la certeza de que uno ganaría y que el resto perderían, aún haciendo todo cuanto se pudiera. Esa sincronía arraigaba mientras la luz cambiaba o el agua de los baños se atemperaba, siéndoles una caricia que solo entendía del alma de quien se sumergía en esos relatos.
El último cuento lo tituló: El hombre que lo vio todo. Y comenzó tal que así, en esa urgente necesidad del ser y estar: Nos perdemos esperando a ver cuándo será que el otro por fin se vuelva otro. Apuntó con firmeza, en nada solitario e insatisfecho. Y como una ola gigante de agua fría movía ficha y les intentaba ganar, a lo cual ellos enmendaban sin desprecio ni opresión sino todo lo contrario, riendo en tal sufrimiento porque los niños buscaban la perfección y así aprendían que la vida era un siete sobre diez y a veces un menos uno.
Y el problema no era comer turrón o lo que fuera al tiempo, sino que otro les quitase el trozo y se quedasen sin nada, que eso sucedía cuando iban por la vida de víctima. Sí, el secreto de la longevidad era jugar, sin lujos, especulaciones ni perfumes, tan solo esa barbarie por doquier; y aprender a sobrevivir.
De un lado bestias creciendo, de otra, quien sabía de lo crudo y violento del campo y la ciudad. Los niños eran extremadamente impredecibles: reían, lloraban, lentamente se torcían o parecían impunes en sus pensamientos. Más siempre figuras inolvidables, con su moral, su inteligencia y sus razones.
En sí mismos eran un cruce de ingenuidades, y una madeja de brazos y bocas que transpiraban brutalidad si lo querían, envidando. Todo un jadeo que se convertía en sofocos e hilos frágiles al acostarse si no había cuento alguno que los atara a la vida relajándoseles las carnes. Bendito cuento en ese patio de vidas cargado de certezas.
Hacia el tablero estaban al principio de la historia y de los días teniendo la responsabilidad de no estropear demasiado las cosas. Cosa que manejaba ese que tiempo atrás podría haber sido más guarra y más zorra, ¡más de todo!, y que aprendió a no hacer veinte cosas de manera mediocre, haciendo una de manera excelente. Así eran sus desayunos, porque trabajaba en el turno de noche siendo barrendero.
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