Como si hasta ahora lo hubiera mirado todo desde una perspectiva equivocada optó por tratar más con las personas. Las personas adecuadas. Se fue a un monasterio que no lo era del todo, él y su sombrero de ala negra y casi que por poco se levantó el cuello del abrigo.
Ella parecía delgada y frágil, aún no se había encarado tal día con nadie, siempre creyéndolo capaz de cometer cualquier estupidez.
Ese era el mismo lugar en el que en ocasiones se reunieron, tiempo atrás. Él y la ejecutiva publicitaria de altos vuelos. Si bien, no quiso que le arrebatase sus momentos, ni su lugar. O lo intentó. El del sombrero se aseguró de que ella entrara en el cielo a pesar de todo, cortándola en pedacitos.
El negocio vivía un momento boyante, y siempre hubo compañerismo. Por lo menos, una cosa buena sacó de todo ese sinsentido. No así del lugar, que se lo encontró en obras y no había Dios que descansase con tanto ruido, ni atravesando el recibidos a toda prisa y meterse en la celda con su camita y lo que iba quedando de una vela.
Eso sí, al ir a mear los albañiles siempre le ofrecían si gustaba de sus tentempiés, y de paso le decían que les echase una mano si se aburría o simplemente que les fuera mudando las cosas de sitio (algo a lo que accedió con tal de no estar pensando en sí mismo, y por no oírlos blasfemar cagándose en Dios y en su puta madre al verlo de la celda al comedor o al baño, y del baño o el comedor a la celda). Discrepancias lógicas, por otra parte. Y la moralidad problema, pero eso era otra cosa que no tocaba, hubiera o no economías de guerra.
Después sucedería lo del envenenamiento, y la anatomía del choque se igualaría claro está.
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