Y eso que solía decir que su madre le había dado la vida por dos veces, una al nacer y, la segunda, cuando quien la alumbró tuvo el arrojo de tirarla de aquel tren ganadero en marcha para que se golpease con la gélida nieve que se abarrotaba al paso de la línea ferroviaria en uno de tantos páramos camino de Auschwitz.
Pero las normas del patio de colegio eran sagradas, se lo enseñó aquel empleado de la compañía del ferrocarril que la recogió en uno de sus empleos, criándola junto a sus otros hijos. Por entonces, siendo todavía muy jovencita, entendió por qué algunas de las suyas cruzaron definitivamente las piernas por tantos toques mágicos de los hombres que las solicitaban.
No obstante, la húngara nunca cesó en la lectura; no formaba parte de aquel amplísimo porcentaje de personas que no había leído ni leída libro alguno. Evidentemente, había otros modos de entretenimiento, sobre todo para ellos, con sus hábitos y prácticas culturales, quienes reunían más del noventa y dos por ciento de las cuotas de poder.
Por entonces, según los científicos, que eran de los pocos que se libraban de los despiadados reclutamientos, la pena, o lo que venía a ser el dolor de la pérdida, también causaba una inflamación que podía llegar a causar la muerte.
Si bien, ella se refugiaba de los linchamientos en ese lenguaje para inspirar. Curiosa profesión al cabo de los años, que le permitió seguir uno de los muchos acertijos que adivinó: no quieras ganar a ese unicornio.
Y que el cielo esperase, porque siempre tenía su refugio. -Arriba el cielo, abajo el suelo- se decía cuando se iba marchitando al ver ese mal porvenir de seres. Su silencio se convertía en el de un río, donde no paraba de manar gente aprisionada, y como que todo debía seguir su curso.
Casi todos sus días fueron lunes o jueves, parecía colgada de un amplio cielo.
-Descansa un poco, vas a casa- se relataba despidiéndose de esos, los suyos, hecha un ovillo, por lo bajini.
Extrañamente se iba volviendo azulada. En algo influiría que rezase, sí o sí: “no habrá armas en el entierro de mi hijo”. Eran las consecuencias de ir modelando contenidos, y del tener que controlar los dos lados de la conversación, así como el quién se reía de quién para que no se le ahuecasen más los ojos. Debía estar guapa y presentable, además de ser dócil.
Hasta que un día se despertó como cada mañana, habiendo perdido el tacto, antaño, en la nieve, y no supo reaccionar. La puesta de sol se le apareció entre el silencio y el olvido. Le gustaban las personas que no la dejaban indiferente, aunque fuera para odiarlas. Una, tuvo fuego en las palabras:
–Alguien habrá que críe gansos haciéndoles seguir a un avión desde pequeños, como si fuera su madre. Y ellos volarán, tiempo al tiempo, junto a la nodriza. Jamás serán aviones, ahora bien, incluso cuando se hagan viejos lo creerán.
-¿De verdad terminó la guerra?- preguntó casi a horcajadas a su dueño.
-Parece que una sí- escuchó junto al crujir de la viga que sostenía esa cuerda, y ese cuerpo.
El suyo, aún tirita. No ve ni siente más que esas tres ventanas y los muchos escalones que subía y bajaba a hurtadillas iluminándose por algo de lectura y pan.
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